Maximiliano Basilio Cladakis
Diego fue convertido de
manera casual. Había habido mucho alcohol y también otras sustancias. Un bar en
Constitución, una mujer de pelo oscuro y piel pálida, un hotel alojamiento
barato. Y todo lo demás apareció en blanco, salvo la mañana siguiente, cuando despertó
con un ardor en el cuello y al tocarse notó dos hendiduras.
La mujer ya no estaba. Se levantó y en el
espejo del baño notó las heridas sobre el lado derecho de su cuello, las cuales
todavía estaban sangrando. Lo peor fue cuando pagó el hotel y salió a la calle.
Sintió que el sol desgarraba su piel. Fue, incluso, la última vez que lo sintió
en su cuerpo.
Vivía solo en un departamento
de un ambiente en Caseros. Estuvo varios días con fiebre y sin ir a trabajar.
Por momentos pensaba que iba a morir. Hasta que una noche despertó y se sintió
pleno de vitalidad. Aunque, eso sí, con muchísima hambre. Fue hacia la heladera y quiso alimentarse.
Sin embargo, no pudo. Todo le producía asco.
Salió de su casa. No
había nadie en la calle y comenzó a andar sin dirección. Tenía los sentidos agudizados. La vista, el oído y el
olfato sobrepasaban su comprensión. Todo era más nítido y real. Demasiado real.
El hambre crecía en él junto con un extraño sentimiento de sensualidad, de
voluptuosidad. Tomó un colectivo al azar. Había solo cuatro pasajeros, entre
ellos, una mujer muy bella de alrededor de treinta años. Excitado como estaba,
la miró y le sonrió. Cuando ella se dio cuenta, hizo un gesto de fastidio y
volteó la cabeza. Diego bajó la mirada y se sintió sumamente avergonzado.
Bajó del colectivo en
un barrió de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que no conocía. Todo era
confuso, tanto su estado cercano a la muerte como su actual vitalidad. Quería
pensar en lo que le pasaba pero el hambre y la exuberancia no se lo permitían.
Cuando pasó por enfrente de una plaza, un patrullero se detuvo a su lado.
Bajaron dos policías apuntándole con sus pistolas y le ordenaron que se pusiera
contra la pared.
Diego les hizo caso. Uno
de los policías le colocó el arma en la cabeza mientras el otro comenzó a
palparlo. Su aspecto desaliñado y su expresión confusa motivaban a los policías
a toda clase de burlas y de amenazas. “¿Qué hacés por acá?” “¿Dónde tenés la
merca, falopero hijo de puta?” “A los putos como vos, nos los cogemos”. Diego pensaba que debía tener miedo, siempre
había sido bastante cobarde. Sobre todo con la policía. Sin embargo, en vez de
miedo sentía una especie de goce, una suerte de poder que se apoderaba de su
cuerpo.
Cuando el agente que
tenía el arma sobre su nuca le iba a dar un golpe con esta, se volteó con una
velocidad sobrehumana. Realizó dos movimientos y, sin si quiera tener en claro
él mismo como lo hizo, se vio al cabo de un segundo abrazando los cuerpos
muertos de los agentes de seguridad y bebiendo la sangre de ellos
alternativamente.
El hambre dejó,
entonces, de atormentarle. Ni siquiera necesitó pensar en que era lo que le
estaba sucediendo. Había visto demasiadas películas sobre ello.
Esa noche recorrió
varios barrios de la ciudad. Creía conocer la noche en su antigua vida. Sin
embargo, se dio cuenta que no sabía absolutamente nada. La noche no era el
desborde ni la diversión, ni el sexo
casual. En la noche, en la verdadera noche, habitaba el horror.
Cuando recorría un
parque solitario, escuchó los gritos de una mujer. Vio entonces a un grupo de
tres hombres lanzándose contra una
muchacha de unos quince años. Era claro que iban a violarla. Diego se
transportó hacia ellos con una velocidad sobrehumana. Los mató a los tres en
menos de un segundo. La joven en el suelo no comprendía nada y su estado de
histeria se acrecentó. Diego se marchó a con la misma velocidad a la que había
llegado. En otra parte de la ciudad, unos jóvenes se bajaron de un automóvil último
modelo con bidones de nafta. Se dirigían riendo hacía un hombre que dormía en
un cajero automático. Cuando los vio, Diego fue hacia ellos y los eliminó
inmediatamente. El hombre que dormía ni siquiera se mosqueó.
Esa noche fue testigo
de muchos otros horrores. Viajó por la ciudad a una velocidad imposible.
Hombres de traje, empresarios de gran poder, yendo a clubes donde se
prostituían a niños; iglesias evangélicas donde se encontraban secuestradas mujeres para ofrecerlas como
víctimas en un sacrificio satánico; una fábrica donde tenían esclavizados a
inmigrantes. Diego actúo, asesinó y liberó. Lo hizo sin pensarlo, tan solo
movido por el horror, por el asco, por la indignación. Y sabía que podría haber
cosas aún peores. En un barrio residencial vio a un grupo de jóvenes pálidos,
rubios y de ojos grises, parecían elfos. Estaban devorando en medio de la calle
a un muchacho morocho. Cuando los vio, los seres élficos también lo miraron y
sonrieron. Fue hasta ellos y se desvanecieron en el aire dejando al joven
agonizando en el suelo. Sus risas se escucharon provenientes de todas partes.
A eso de las cinco de
la mañana, se dio cuenta que el sol estaba por salir. Tomó la decisión de
volver a su casa. A la noche siguiente regresaría.
Diego sabía que había
sufrido un cambio para siempre. Había dejado de ser humano pero también había
conocido la verdadera inhumanidad. A la angustia se le presentaba el
sentimiento de haber encontrado un sentido a su vida.
Sería el monstruo que combatiría a los
verdaderos monstruos.
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