Maximiliano Basilio Cladakis
Los vecinos murmuraban
sobre ella. En más de una ocasión escuché que la llamaban la Bruja del 13F. Vivía en el departamento que estaba al lado
del mío. Se había mudado al edificio unos meses después que yo. Poseía una
belleza extraña. Pálida, de cabello donde se entrecruzaban varios colores, demasiado
delgada, aros y tatuajes. Parecía frágil; sin embargo, había algo en su mirada,
en su forma de caminar, en sus gestos que inspiraba fortaleza, seguridad,
incluso algo de temor. Debía tener entre treinta y treinta y cinco años. Pero,
a veces, parecía mucho mayor y, otras, mucho menor, aun cuando era imposible
decir en qué radicaba ese cambio.
Era muy seria. Al igual
que yo, no se hablaba con nadie del edificio. En cuanto a mí, apenas me saludaba. No sabía si trabajaba o
si estudiaba. No tenía horarios ni rutinas. Un día podía cruzarla a la mañana,
otras al mediodía. Había semanas en que no la veía ni escuchaba ningún ruido
proveniente de su departamento.
Cada tanto iban a
visitarla unas mujeres de las más diversas edades. Todas compartían un carácter
exótico. Una mujer mayor, con el pelo blanco que le caía hasta la cintura y un
tatuaje en la cara; chicas jóvenes que se vestían como mujeres de los años
setenta; la que más llamó mi atención era una muchacha de unos treinta años con
la cara extremadamente blanca y el cabello extremadamente negro que mantenía
todo el tiempo una sonrisa inalterable en el rostro.
Cuando recibía estas visitas, era el único
momento donde la veía sonreír. Solían quedarse hasta la mañana siguiente. En
más de una ocasión, pude oír la música extraña que escuchaban, y hablar en un lenguaje que me era desconocido. Dos o tres
veces oí gemidos múltiples y orgásmicos que, debo reconocer, desplegaron mis
fantasías.
Sin embargo, al cabo de
un año, dejó de recibir visitas. La
comencé a notar con la mirada perdida, desorientada. Una chica de unos quince
años parecía haberse ido a vivir con ella. En ese periodo, las reuniones de
consorcio comenzaron a realizarse más seguido y en horarios desconcertantes.
Una vez, incluso, se había llamado a una después de las doce de la noche. Yo no
iba; nunca había ido a una de ellas. Eso no agradaba a los otros vecinos, pero
en el último tiempo parecía que mi actitud
resultaba más ofensiva.
Una tarde la crucé en
el ascensor. Tenía los ojos llorosos y le temblaban las manos. Le pregunté si
le pasaba algo. Se echó a llorar y, cuando llegamos a la planta baja, se marchó
corriendo. Dos mujeres la miraron y sonrieron con goce.
Dos días después me encontré
con ella y la chica en el pasillo. Ambas evitaron mi mirada y pasaron de largo haciendo
como si yo no existiese.
Esa noche se cortó la
luz. Desde la ventana observé que se trataba solo de nuestro edificio ya que
había electricidad en todos lados. A los pocos minutos escuché unas voces
provenientes del pasillo. Un golpe resonó sobre una puerta y mi vecina y la
adolescente comenzaron a gritar.
Salí inmediatamente. Un grupo
de personas vestidas con mantos y capuchas blancas entraba al
departamento. Ambas continuaban gritando. Nadie en el piso salió. Empujé a
algunas de las personas que había en la
puerta de entrada. Vi, entonces, cómo
dos de ellas las sujetaban mientras otra las miraba de frente. “Ha llegado el
final. Arderán por siempre en el infierno”. Era una voz masculina y grave.
Grité y ella me miró.
Estaba horrorizada. Dos de ellos me tomaron entre sus brazos inmovilizándome.
El hombre que había
hablado giró hacia mí y noté su sonrisa asomar de debajo de la capucha.
“Quedate tranquilo. La
cosa no es con vos… al menos por ahora”.
Dijo unas palabras
extrañas y perdí el conocimiento.
Cuando me desperté me
encontré en mi departamento. Salí y comencé a gritar. Ya era de día. Los
vecinos del piso salieron.
Conté la escena. Me miraron
como si estuviesen frente a un demente.
“Ese departamento está
vacío desde hace diez años”. Respondió una mujer que vivía en el 13 B. Empecé a
hablar sobre ella, sobre cómo era, incluso les dije que la llamaban la Bruja
del 13f.
Un hombre le dijo a su
mujer en voz baja: “Este es un edificio decente, no podemos tener locos así”.
Comencé a sentir mucho
calor, como si mi cuerpo estuviera ´prendiéndose fuego. Grite, lloré y me eché
al piso mientras sentía que la mirada de mis vecinos desgarraba mi piel.

