Maximiliano Basilio Cladakis
A diferencia de otros
niños, Joaquín odiaba esa cadena de comida. Odiaba al payaso que era su
símbolo, odiaba las hamburguesas que servían, odiaba las gaseosas aguadas e,
incluso, odiaba los juguetes que vendían en la tan deseada Caja de la Alegría. Si bien no le gustaban los payasos, sí amaba las
hamburguesas, las gaseosas y los juguetes, pero no lo que vendían en ese lugar.
Por eso estaba de mal humor esa tarde. Los padres de Lucio habían decidido festejar sus seis años en una de sus sucursales, más precisamente en la que se encuentra en la
calle xxx del barrio xxx de la Capital, invitando a todos los compañeros de
grado de su hijo.
Joaquín era un niño
alegre y bastante social. Sin embargo, mientras sus compañeros hundían en sus
bocas esos bocados de soja disfrazados de carne y se sumergían en los
peloteros, se mantenía callado y fastidioso. Masticaba por obligación uno de
esos fermentos nauseabundos que deleitaban a los demás niños. Por momentos
miraba la imagen del payaso abrazando niños que colgaba sobre una de las paredes.
Le costaba reconocer que no era solo el fastidio sino el miedo lo que lo
incomodaba. La imagen de ese ser ridículo le causaba temor, como también lo
hacían las expresiones de los niños que lo rodeaban.
Se sentía mal. Como
cada vez que tenía que ir a esos lugares. Según su madre siempre había sentido
rechazo hacia ellos. La primera vez que lo llevó a uno, tan solo tenía dos años
y comenzó a levantar fiebre y terminó vomitando.
Maira corrió hacia él y
le dijo “vamos al pelotero”. Joaquín dijo que no con la cabeza. La madre de
Lucio se le acercó sonriendo y le insistió. Estaba desarmado frente a un mayor.
Así que no tuvo otra alternativa que ir al pelotero. Una chica joven le dio
sonriendo una careta de cartón. Era el rostro del payaso. Todos sus compañeros
de grado la tenían puesta. Joaquín dijo “No quiero”. Por una milésima de
segundo, vio un destello maligno en los ojos de la joven empleada, como si su
negativa la hubiera enfurecido. Sin embargo, de manera inmediata, ella sonrió y
le acarició la cabeza.
Se zambulló entre las
pelotas de plástico. Su malestar desapareció y su risa se unió a la de los
otros niños. Iba de un lado hacia otro dentro de esa suerte de pileta absurda.
Sin embargo, sintió como una mano tomaba de su pierna izquierda y lo arrastraba
hacia abajo.
Pataleó. Intentó
zafarse. Pero esa mano tenía una fuerza muy superior. Su cabeza se hundió entre
esas pelotas; todo su cuerpo lo hizo. Giró e intentó incorporarse contorsionando
su espalda.
La mano lo soltó.
Entonces vio frente a él a Lucio. Hacía silencio y lo miraba tras su careta.
Quiso gritar, levantarse y pegarle. Pero observó que sus otros compañeros
también estaban observándolo en silencio formando un semicírculo en torno a él.
Tuvo miedo.
Maira se le acercó y le
ofreció una careta. “Hacelo y todo va a estar bien” le dijo con una voz que no
parecía la de ella.
Joaquín la rechazó, se
levantó y salió corriendo del pelotero.
Cuando terminó el
cumpleaños, su madre lo pasó a buscar y no dijo una palabra en el viaje de
regreso a su casa. Ella le hacía preguntas a las que sólo respondía con gestos
de la cabeza. “Te sigue molestando ir a esos lugares; no tiene sentido. Ojala a
mí de chica me hubieran llevado”. Joaquín no dijo nada, solo quería llegar y
jugar con sus muñecos o ver alguna serie animada. “Caprichoso”, le dijo con
desdén.
A eso de las ocho de la
noche, su padre regresó del trabajo. Joaquín ya no estaba de mal humor. Volver
a encontrarse con sus juguetes, con los comics con los que estaba aprendiendo a
leer y ver algunos capítulos de Los
héroes más poderosos del mundo, le hizo olvidar el mal rato pasado durante
el cumpleaños. Sin embargo, apenas saludó a su padre con un abrazo, su madre comenzó
a quejarse por haberse portado mal ese día.
El hombre colocó su mano sobre el hombre de su
mujer y frunció el ceño. “No podés hacer siempre lo que vos querés. El mundo no
va adaptarse a vos”. La madre le dijo a su marido, como si Joaquín no estuviese
ahí, que ese era uno de los problemas de ser hijo único, que ella ya se lo
había dicho muchas veces.
La cena transcurrió
como de costumbre. Su padre habló de cosas de la oficina, su madre de la tía
Luciana, y por la televisión tres adultos hablaban, con gesto de preocupación,
de la inseguridad, término que Joaquín solía escuchar pero que no llegaba a
entender.
Alrededor de las veintitrés
horas, su madre lo llevó a la habitación.
Joaquín no tardó en dormirse.
Soñó que formaba parte del equipo de superhéroes que admiraba. Volaba con una
especie de armadura similar a la del líder del grupo. Valientemente se dirigía
a enfrentarse a una nave de extraterrestres
que planeaba conquistar la Tierra. Sabía que vencería. Los héroes más poderosos del mundo siempre lo hacían.
Sin embargo, cuando se
encontraban cerca de la victoria, el cielo se desvaneció, como así también la
nave y la ciudad que estaba por debajo de él. Ya no volaba. Tenía los pies
sobre la tierra. Sin embargo, el mundo se había convertido en una enorme e
inabarcable sucursal de la cadena de comida.
Los héroes estaban a su lado y tampoco
comprendían que había pasado. Frente a ellos el payaso y un ejército
interminable de niños y adultos, con los rostros cubiertos por las caretas que
Joaquín había rechazado ese día, se encontraban en silencio, parados frente a
ellos. Sobre el horizonte se extendían peloteros, cuadros de niños sonriendo,
mesas y sillas, máquinas para preparar gaseosas rebajadas.
El héroe de la armadura de acero se acercó
hacia el payaso y le dijo que, aunque no supiera que estaba pasando, lo
vencerían. El resto de sus compañeros hizo un gesto de afirmación. El payaso
comenzó a reír. “No sos más que una fantasía. Yo soy la realidad”, dijo,
mientras continuaba riendo.
Un centenar de personas
se acercó al héroe. Este intentó reaccionar pero se lanzaron sobre él con una
velocidad sobrehumana. Le sacaron la armadura como si se tratase del envoltorio
de una golosina y comenzaron a golpearlo. El líder del grupo estaba indefenso
frente a esa bestialidad. Recibía patadas, golpes de puño e, incluso,
mordiscos. Una niña saltaba sobre su cabeza mientras esta se hundía y se
disolvía. En tan solo unos pocos instantes quedó convertido en una masa informe
de carne y sangre.
Lo mismo ocurrió con el
resto de los miembros del equipo. Intentaron luchar pero el número era muy
superior. Y ellos habían perdido sus poderes.
Joaquín contemplaba,
inerme y aterrado, el espectáculo. Las personas comenzaron a tomar la carne de
los héroes vencidos y a hacer sándwiches de hamburguesas con ellos. Si bien
tenían las caretas, el niño pudo reconocer a su padre, a su madre y a varios de
sus compañeros de grado entre ellos.
El payaso se acercó a
él, se puso de cuclillas y lo miro a los ojos. Joaquín ya no llevaba puesta la
armadura. Estaba desnudo. Se mordía los labios y lloraba. Incluso, se orinó
encima.
El payaso extendió su
mano sobre su cabeza y le acarició el cabello.
“Espero que hayas aprendido la lección: nunca
te rebeles”; le dijo, con un tono de misericordia fingida, y le extendió una de
las caretas de su rostro.
Cuando despertó, Joaquín
sabía que su vida había cambiado para siempre. Al día siguiente le rogaría todos los días a su
madre para que lo lleve a alguna de las sucursales de esa cadena y pediría
hamburguesas, gaseosas y los juguetes de La
caja de la alegría.
Y así sería todo por el resto de sus días. Nunca más se rebelaría.

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