lunes, 6 de enero de 2025

El comienzo

Maximiliano Basilio Cladakis  


Una mañana, un grupo de policías perseguía a un niño por haber robado algo. Era un pequeño de edad indiscernible, de piel oscura y raquítico. Sin embargo, corría muy rápido, tanto que agentes entrenados no podían alcanzarlo.

“Ladrón”. Gritó un civil.

Cuando oyeron la palabra y vieron al joven corredor, varios transeúntes se unieron a la persecución.

La carrera no duró demasiado. A pesar de sus esfuerzos, el niño fue finalmente rodeado.

El pánico atravesó su cuerpo marrón Sabía que estaba condenado. Uno de sus hermanos había muerto así. Comenzó a pedir perdón a los gritos. Ofreció devolver lo robado y prometía que nunca más lo haría. Sus palabras no fueron más que un ruido blanco. Tanto la policía como los civiles querían sangre.

El círculo se cerró sobre él. Sin embargo, alguien grito “¡No, basta!”.

Un anciano salió de la muchedumbre y se acercó a la futura víctima.

No era alguien importante, ni valiente, ni mucho menos un héroe. Pero hizo aquello que nadie había hecho en años: lo correcto.

Se acercó al niño y se interpuso entre él y la policía. La gente quedó en silencio.

Hubo un instante de quietud y de tensión. Hasta que un joven y musculoso oficial dio la orden.

El anciano fue acribillado. Luego fue el turno del pequeño ladrón.

Tras haber cumplido su deber, las fuerzas de seguridad se marcharon.

La gente siguió en silencio observando los dos cadáveres abandonados en la calle. Hubo confusión, culpa, incluso lágrimas.

Al cabo de un rato, cada uno volvió a sus actividades; sin embargo, algo había cambiado. Y este cambio comenzó a extenderse a lo largo de la población.

Un muchacho había grabado la escena con el celular. El video se viralizó. Llegó a todos los ciudadanos, aunque la mayoría de los grandes medios de comunicación lo omitieran.

Los que formaban parte activa de la Resistencia se indignaron. Pero eso no fue lo más sorprendente. También lo hicieron los indiferentes; aquellos a los que solo les importaban sus asuntos privados, que se denominaban “apolíticos” y que, en la Antigua Grecia, serían llamados “idiotas. Incluso, muchos de los que apoyaban el Reinado de la Bestia sintieron una presión en el pecho.

 

 

 

Con el paso del tiempo, comenzaron a surgir movilizaciones espontáneas. Los rostros del niño y del anciano se volvieron banderas de lucha. La gente dejaba de ser gente y se convertía en pueblo. Se reunían en las casas de sus vecinos, aunque eso estuviese prohibido, con una doble tarea: organizarse contra la Bestia y generar lazos de solidaridad con los compatriotas más vulnerados. Argentina parecía despertar, salir de su letargo. El otro vulnerado, oprimido, comenzó a dejar de ser visto con odio y reapareció el amor (en el sentido griego de ágape).

La población recordó una frase que había sido intencionalmente ocultada y que durante años había expresado los años más nobles de una nación que, alguna vez, había sido de todos y para todos. Esa frase era: “La patria es el Otro”.

Por primera vez en mucho tiempo, la Bestia comenzó a temer por su Reinado.



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