Maximiliano Basilio Cladakis
Una mañana, un grupo de
policías perseguía a un niño por haber robado algo. Era un pequeño de edad
indiscernible, de piel oscura y raquítico. Sin embargo, corría muy rápido,
tanto que agentes entrenados no podían alcanzarlo.
“Ladrón”. Gritó un
civil.
Cuando oyeron la
palabra y vieron al joven corredor, varios transeúntes se unieron a la persecución.
La carrera no duró
demasiado. A pesar de sus esfuerzos, el niño fue finalmente rodeado.
El pánico atravesó su
cuerpo marrón Sabía que estaba condenado. Uno de sus hermanos había muerto así.
Comenzó a pedir perdón a los gritos. Ofreció devolver lo robado y prometía que
nunca más lo haría. Sus palabras no fueron más que un ruido blanco. Tanto la policía
como los civiles querían sangre.
El círculo se cerró
sobre él. Sin embargo, alguien grito “¡No, basta!”.
Un anciano salió de la
muchedumbre y se acercó a la futura víctima.
No era alguien
importante, ni valiente, ni mucho menos un héroe. Pero hizo aquello que nadie
había hecho en años: lo correcto.
Se acercó al niño y se
interpuso entre él y la policía. La gente quedó en silencio.
Hubo un instante de
quietud y de tensión. Hasta que un joven y musculoso oficial dio la orden.
El anciano fue
acribillado. Luego fue el turno del pequeño ladrón.
Tras haber cumplido su
deber, las fuerzas de seguridad se marcharon.
La gente siguió en
silencio observando los dos cadáveres abandonados en la calle. Hubo confusión,
culpa, incluso lágrimas.
Al cabo de un rato,
cada uno volvió a sus actividades; sin embargo, algo había cambiado. Y este
cambio comenzó a extenderse a lo largo de la población.
Un muchacho había
grabado la escena con el celular. El video se viralizó. Llegó a todos los ciudadanos,
aunque la mayoría de los grandes medios de comunicación lo omitieran.
Los que formaban parte
activa de la Resistencia se indignaron. Pero eso no fue lo más sorprendente.
También lo hicieron los indiferentes; aquellos a los que solo les importaban sus
asuntos privados, que se denominaban “apolíticos” y que, en la Antigua Grecia,
serían llamados “idiotas. Incluso, muchos de los que apoyaban el Reinado de la
Bestia sintieron una presión en el pecho.
Con el paso del tiempo,
comenzaron a surgir movilizaciones espontáneas. Los rostros del niño y del
anciano se volvieron banderas de lucha. La gente dejaba de ser gente y se
convertía en pueblo. Se reunían en las casas de sus vecinos, aunque eso estuviese
prohibido, con una doble tarea: organizarse contra la Bestia y generar lazos de
solidaridad con los compatriotas más vulnerados. Argentina parecía despertar,
salir de su letargo. El otro vulnerado, oprimido, comenzó a dejar de ser visto
con odio y reapareció el amor (en el sentido griego de ágape).
La población recordó
una frase que había sido intencionalmente ocultada y que durante años había expresado
los años más nobles de una nación que, alguna vez, había sido de todos y para
todos. Esa frase era: “La patria es el Otro”.
Por primera vez en
mucho tiempo, la Bestia comenzó a temer por su Reinado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario