Maximiliano Basilio Cladakis
Fue hace más de veinte años.
Había tocado Horcas en Cemento. Fuimos los cuatro de siempre.
Pero, cuando terminó el recital, nos separamos. Pablo y yo decidimos quedarnos,
dar vueltas por ahí, mientras que Diego y Julio prefirieron volver cada uno a
su casa.
Fueron algunas cervezas
y un vino. Pablo finalmente quiso volverse. Me encapriché y le dije que se
vaya, que no tenía problemas en estar un rato más solo. Incluso lo acusé de no tener aguante. Se dio
vuelta y se marchó.
Entonces fui a una
plaza. Me encontré con otros metaleros. Tomamos un vino y hablamos un rato.
Todos éramos del Conurbano. Ellos de Laferrere; yo del fondo de San Martín.
Recién cuando se
fueron, decidí volver a mi casa.
No tenía idea de la hora. No llevaba reloj y
los celulares todavía no existían, al menos para la mayoría. Hacía bastante
frío y yo solo llevaba mi chaleco de jean
y una remera de Hermética.
Como dije, había habido
mucho alcohol, por lo que estaba sumamente borracho. Tomé el colectivo y recién
a la media hora me había dado cuenta de que lo hice en dirección inversa a la
que debía.
Me bajé en una avenida que
no conocía. Había bastante gente. Típicos porteños de clase media o alta, muchos
simulando ser stones. Obviamente que,
como metalero, odiaba a los stones
pero más odiaba a los chetos que fingían
serlo. En ese momento estaban de moda los bares con posters que mostraban la lengua de la banda de la que esa pseudo tribu
tomaba su nombre. Había uno o dos por cuadra. También había muchos autos de
lujo y los varones como las chicas parecían modelos.
Buscaba la parada del
colectivo pero del lado que me llevara hacia donde debía tomar el segundo. Una
especie de orgullo me impedía preguntar dónde podía encontrarse.
En un momento, no sé
porque, decidí tomar una calle lateral y seguir caminando.
Anduve varias cuadras
hasta que llegué a una especie de barrio muy extraño. Era obviamente de gente
de mucha plata. Calles empedradas, plazoletas, muchos árboles, casas de dos y
tres pisos que, en mi representación, parecían mansiones.
Estaba todo en silencio. Empecé a dar vueltas
por ahí hasta que me senté en uno de los bancos que había en las plazoletas.
Encendí un cigarrillo
e, inmediatamente, comenzaron a ladrar unos perros.
Provenían de las casas.
Me di cuenta de que la gente comenzaba a asomarse por las ventanas.
Había hombres, mujeres,
niños y ancianos. Eran todos muy blancos, pálidos incluso, de cabellos rubios y,
supuse, de ojos claros. Miraban hacia donde yo estaba, en quietud y en
silencio.
Pensé que iban a llamar
a la policía o a algún tipo de seguridad privada. Entonces me levanté y volví a
caminar por donde había venido. A medida que lo hacía, veía que no había casa
desde donde la gente no me estuviera mirando. Comencé a sentir miedo y apresuré
el paso queriendo salir de esa especie de barrio.
La adrenalina hizo que
se me pasara el efecto del vino y de las birras.
Vi entonces a un grupo de personas inclinadas
al lado de una calle, sobre la vereda. Los perros seguían ladrando y la gente mirándome
desde las ventanas.
Cuando pasé por su lado,
observé que eran más o menos de mi edad, aunque bien vestidos y extremadamente
blancos. Estaban formando un círculo.
Uno de ellos se dio vuelta y me gritó en tono
burlon “Vení, metalero”. Si bien tenía pánico más que miedo, lo miré. “Un
metalero del conurbano no retrocede ante un cheto
de CABA”, pensé. Sin embargo, lo que vi sobrepasaba todo lo que podía
imaginarme.
Eran tres mujeres y
tres varones. En medio del círculo había un muchacho de mi edad, de piel y de
cabellos oscuros. Estaba boca arriba con los ojos abiertos, muertos, mientras
esos seis seres hurgaban entre su estómago desgarrado y se alimentaban de sus
entrañas. Pude ver que, al costado del cadáver, había una gorra con el logo de V8.
Se pararon los seis, me
miraron y comenzaron a reír a carcajadas. El blanco de sus cuerpos estaba
regado de la sangre del joven muerto a sus pies. Una de las chicas se reía
mientras masticaba una viscera.
“Vení metalero” dijeron
todos al mismo tiempo.
Me eché a correr.
No sé cómo aparecí en la avenida de nuevo.
Finalmente encontré la
parada y me tomé el colectivo para volver a mi casa.
No dormí durante tres
noches.
Cuando hable de lo que
pasó, nadie me creyó. Sin embargo, con el paso de los años conocí personas que
sí lo hicieron.
Descubrí que hay muchos
lugares así, barrios enteros donde habitan esas monstruosidades. Algunos los
llaman el horror blanco pero nadie sabe exactamente de donde provienen ni que
son en verdad.
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