Maximiliano Basilio Cladakis
Joaquín, Bruno y Héctor eran los hijos de
Lázaro Hernán Echegoyen, bisnieto del Echegoyen originario, quien había sido
beneficiado con incontables hectáreas en el Sur de la Argentina tras el
genocidio de los pueblos originarios realizado durante la llamada “Campaña del
Desierto”. Formaban parte la baja oligarquía argentina. Si bien pertenecían a
la Sociedad Rural, eran bastante insignificantes frente a otros terratenientes.
No hubo ni habría miembros de la familia como presidentes de la asociación. Sin
embargo, eso les bastaba para ser los monarcas tiranos de la zona.
Los tres hermanos eran distintos entre
sí. Héctor era el más joven y, también, el más desbordado. Era conocido por sus
excesos en drogas duras y por ser el más despilfarrador. Su contrapartida era
Joaquín, el mayor. Llevaba una vida casi ascética. Estaba absolutamente
obsesionado con dos cosas: el dinero y la seguridad. Precisamente, este último
tema lo atormentaba desde chico, cuando su abuelo le había contado de una revuelta
de peones que casi puso en riesgo la vida de su abuela. Bruno, por su parte,
era el punto intermedio de ambos.
Si bien guardaban estas diferencias,
había en ellos un espíritu de cooperación, de pertenencia. Incluso Héctor se
jactaba de ser un Echegoyen. En sus noches de exceso, iba a las pulperías del
pueblo e insultaba a los parroquianos haciendo gala de su apellido.
Los peones y la gente del pueblo los
odiaban. Los llamaban “los tres cerdos”. No porque estuviesen excedidos de peso ni
tuviesen rasgos porcinos. Más que nada, eran sujetos desagradables, violentos,
brutales incluso. A los jornaleros les pagaban una miseria, no respetaban el
estatuto del peón de campo, los hacían trabajar a veces dieciséis horas
diarias, cuando iban al pueblo se llevaban mercadería sin pagar; además los
hermanos practicaban la usura y así culminaban por despojar de sus casas a varias
familias. Incluso, se decía que habían abusado de muchas mujeres del pueblo.
Por eso se les odiaba. Pero también les temían. Poseían impunidad y controlaban
a la policía y también contaban con algunos sicarios. Tanto algunos peones como
otros habitantes del pueblo que se les habían opuesto, habían desaparecido. En
la zona, el apellido Echegoyen significaba poder.
Sin embargo, el poder tenía un límite. Y
en una mañana de primavera, los hermanos lo traspasaron.
Héctor había ido al pueblo con sus amigos
de la capital. Habían pasado la noche entre whisky, prostitutas y cocaína. El
Echegoyen más joven estaba, como suele decirse, absolutamente pasado de
revoluciones y les dijo a sus colegas de ir a dar una vuelta al pueblo. El
pueblo que, según, sus palabras les pertenecía.
Dieron vueltas por las calles de tierra
con la cuatro por cuatro más cara que poseían. Gritaban a los transeúntes,
incluso los escupían. La gente bajaba la vista y rezaba en voz baja para que se
marchasen. Sin embargo, cuando pasaron frente a una secundaria, uno de los
adolescentes que estaba por entrar a clases reaccionó al ver que los insultos
iban dirigidos a Marlen, la chica que le gustaba. El muchacho corrió hacia la
camioneta y devolvió los insultos.
Héctor y sus amigos se rieron. “Indio de
mierda”. Pero el chico tomó una piedra del suelo y la arrojó contra la
camioneta. Dio sobre un vidrio y lo rompió.
Héctor enloqueció. Se lanzó del vehículo
y corrió hacia el joven. El muchacho lo enfrentó. El hermano menor de los Echegoyen
le lanzó un golpe que el adolescente evitó fácilmente y terminó por caer al
piso. Volvió a levantarse y lo intentó una vez más, el joven volvió a
esquivarlo y Héctor terminó en el piso nuevamente. Los chicos que estaban en la
entrada de la escuela comenzaron a reírse.
Se paró otra vez y esta vez sí logró
tomar del brazo a su contrincante, pero esté fue más rápido y lo golpeó en la
cara. Héctor fue al piso por tercera vez.
Sintió la sangre deslizarse por sus
labios. Se llenó de furia. Entonces sacó de su pantalón una pistola y le disparó
tres tiros al pecho al joven estudiante.
Este cayó al piso muerto.
Los amigos de Héctor fueron hasta él y lo
subieron a la camioneta.
“¡Nadie
se mete con Hector Echegoyen!”.
Al entierro del muchacho fue casi todo el
pueblo. Sin embargo, no hubo consecuencias. Las familias de los testigos del
brutal asesinato fueron amenazados. El padre de una de las compañeras del
adolescente asesinado incluso desapareció luego del trabajo. El joven era hijo
de uno de los jornaleros de los Echegoyen. Este había jurado vengarse. Sin embargo,
sus compañeros lo detuvieron. “Pensá en tu mujer y en tus otros hijos”.
Pasaron los días y había reuniones secretas
donde la gente iba tanto para acompañar a la familia como para hablar de la
necesidad de librarse de los tres cerdos. A varias de ella fue, incluso, el
intendente del pueblo. No era una mala persona pero no podía hacer nada. Sabía
que su poder era ínfimo contra el de los Echegoyen. A lo largo de la historia
habían asesinado a más de un intendente y a muchos concejales.
Era difícil hacer algo. La paranoia de
Joaquín convirtió a la estancia en una especie de fuerte. Y los sicarios y
guardias se habían multiplicado después del asesinato. Era imposible la vía
legal pero también parecía imposible cualquier intento de justicia por fuera de
las leyes.
Una noche, mientras el padre del joven
estaba en la pulpería junto a otros paisanos, aparecieron tres personas. Se
trataba de un anciano, de una mujer y de un joven que no aparentaba más de veinticinco
años. Eran morochos, los tres llevaban el pelo largo y suelto. Vestían mantos
de guanaco, ponchos, llevaban pantalones y calzados rústicos. Parecían pertenecer
a otro siglo. Sus ojos eran negros, pero emanaban un brillo oscuro que, al
mirarlos, daba la impresión de sumergirse en un abismo.
Entraron al lugar en silencio, sin
saludar a nadie. Acercaron unas sillas a la mesa donde estaba el hombre que
había sufrido la pérdida de su hijo y se sentaron.
Uno de sus compañeros de trabajo iba a
decir algo pero el anciano no le dejó hablar.
“Sabemos todo lo que pasó. Hemos estado
alejados demasiados años, siglos. Pero hace un tiempo hemos regresado.
Observamos en silencio y hemos decidido intervenir. No somos solo nosotros
tres. Somos muchos. No podemos devolverle la vida al niño. Pero podemos evitar
que vuelva a pasar algo así”
Hizo una pausa.
“Será el fin de una época y el comienzo
de otra. Lo único que les pedimos es que hagan una plaza nueva en el pueblo que
por nombre Nuevo Comienzo. Nosotros nos encargaremos del resto”.
Los hombres que estaban en la mesa no dijeron
palabra alguna. Había algo en los visitantes que les pesaba, no se trataba de
miedo, sino de algo más profundo. Como si ante ellos estuviera presente algo
más antiguo que la historia conocida. Las palabras del anciano parecían no
tener sentido. Sin embargo, en el fondo de sus almas sabían que sí lo tenían.
El padre del adolescente asesinado hizo
un gesto de asentimiento. El resto inmediatamente lo siguió.
“Hecho está”. Dijo el anciano.
Se levantó de la mesa y lo siguieron sus
dos acompañantes.
Caminó unos pasos y volvió la cabeza. “Tengan
en cuenta que esto es el comienzo de algo mucho más grandes”
.Tras estas palabras los tres se
marcharon de la pulpería sin decir nada más.
Una noche de lluvia, Héctor se había
reunido con sus amigos. Se hallaban en el ala izquierda de la mansión que era una
especie de palacio dentro de la estancia. Eran unos cinco muchachos y unas diez
prostitutas. El menor de los Echegoyen estaba más eufórico que lo habitual. Se
jactaba del asesinato del joven estudiante entre risas y gritos. Proclamaba su
impunidad como un triunfo, como la señal de un destino de grandeza y poder.
“Mañana vamos por más y si tengo que boletear a quince indios, mejor”. Sus
amigos reían y aplaudían. Las trabajadoras sexuales forzaban un asentimiento.
No solo les temían, sino que sabían que esa noche iba a ser dura para ellos.
Ninguna estaba en esa casa por deseo, sino por necesidad o por temor a alguna
represalia si llegaban a negarse.
Héctor aspiró dos líneas de cocaína
seguidas y le dijo a una de las muchachas que se arrodille frente a él y
comience a hacerle sexo oral. La joven obedeció rápidamente. “Esta noche es
nuestra. El mundo es nuestro” gritaba. Sus amigos lo siguieron. “Aguante Héctor”,
decían mientras se sacaban la ropa.
La noche comenzaba más excitante que lo
acostumbrado. Sin embargo, a la media hora, uno de los varones escucho unos
gritos provenientes del exterior. Se lo
dijo a Héctor. “Coge y deja de decir boludeces”.
Los
gritos se repitieron. Esta vez, todos
los escucharon. Sonaron unos disparos y luego más gritos. Héctor se dirigió a
la ventana. “¡Hijos de puta!”
Vio los cuerpos descuartizados de dos de
los guardias de la estancia. Instintivamente, corrió hacia una habitación y
salió con una escopeta. Todos estaban aterrados. Héctor les di armas a sus
amigos. “Vamos para afuera. No sean cagones”.
Salieron de la casa, caminaron por el
campo y se encontraron con varios cadáveres más. Estaban desmembrados. Había piernas
y brazos separados de los cuerpos, algunos cadáveres tenían el pecho abierto,
otros el estómago. Había sangre por todas partes. Debajo de un árbol había una cabeza rodando.
La lluvia caía sobre ellos. No había
ningún movimiento ni sonido más que el de las gotas chocando contra la tierra.
Entonces aparecieron de la nada. Eran
tres criaturas de aspecto lobuno. Gigantescas, agiles. Tenían las bocas y las
garras llenas de sangre. Caminaban de manera alternada en dos patas y en
cuatro, medían alrededor de dos metros. Formaron un círculo alrededor de Héctor y de sus amigos.
Uno disparó. Sin embargo, la creatura a
la que había apuntado se movió con una velocidad sobrenatural y en menos de un
segundo le arrancó la cabeza con sus garras.
Comenzó la carnicería. Esos seres
sobrehumanos se arrojaron contra los amigos de Héctor y los descuartizaron. El
Echegoyen más joven recibió unos ataques en el brazo derecho y en la espalda
pero logró huir hacia la mansión.
Allí se encontró con Bruno. Le dijo lo
que había pasado y, si bien este sabía que su hermano a veces alucinaba, había
visto lo ocurrido por la ventana. Ambos
corrieron hacia el ala de la casa donde vivía el mayor de ellos.
Joaquín estaba durmiendo. Cuando recibió
a sus hermanos, no comprendía que era lo que pasaba. Sin embargo, escuchó los
rugidos y aullidos de las bestias. Ya estaban dentro de la mansión.
“¡Están acá!¡ Vienen por nosotros!¡ Nos
van a hacer mierda!”. Gritó Héctor.
Al escuchar a su hermano, un terror
ancestral envolvió a Joaquín. “Sabía que
esto iba a pasar algún día”.
Haciendo un gran esfuerzo por salir del
estado de pánico, les dijo a sus hermanos que lo siguieran. Atravesaron varías
salas. Hasta llegar a una pared de metal. Era un cuarto de pánico que había
construido en secreto varios años atrás. Joaquín abrió la puerta y los tres
entraron en esa sala de metal blindado. Era una especie de bóveda. Había agua y
algunos alimentos. “Es el lugar más seguro del mundo”.
Por unos minutos pensaron que estaban a
salvo. “Estos indios de mierda no van a poder. Somos los Echegoyen”.
Sin embargo, comenzaron a escuchar golpes
en la puerta. Primero fueron los ruidos, luego el metal cedía frente a una
fuerza sobrehumana. Finalmente, la puerta fue arrancada. Los tres hermanos se
arrojaron al piso llorando mientras ante ellos unos seres sobrenaturales y
bañados en sangre los contemplaban con furia y asco.
Al día siguiente, la policía fue a la estancia. Había más de diez guardias
muertos. Los hermanos Echegoyen fueron encontrados por partes dentro de la sala
de pánico. Las únicas sobrevivientes habían sido las prostitutas. Cuando
dijeron lo que habían visto, nadie les creyó. El entierro y el velatorio de los
Tres Cerdos fueron un asunto de la Intendencia. Sin embargo, nadie del pueblo
había ido.
Al mes de sucedida la masacre, el Intendente
inauguró la Plaza Nuevo Comienzo.
Algo había comenzado a cambiar en el Sur
Argentino. Se rumoreaban presencias sobrenaturales que atacaban estancias y latifundios. Incluso se profanaban
los monumentos y las tumbas de los antepasados de los actuales terratenientes.
El terror fue adueñándose del espíritu de las grandes oligarquías. Nadie sabía
en qué podía terminar todo eso.

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