miércoles, 28 de mayo de 2025

Los tres cerdos


Maximiliano Basilio Cladakis 


 

Joaquín, Bruno y Héctor eran los hijos de Lázaro Hernán Echegoyen, bisnieto del Echegoyen originario, quien había sido beneficiado con incontables hectáreas en el Sur de la Argentina tras el genocidio de los pueblos originarios realizado durante la llamada “Campaña del Desierto”. Formaban parte la baja oligarquía argentina. Si bien pertenecían a la Sociedad Rural, eran bastante insignificantes frente a otros terratenientes. No hubo ni habría miembros de la familia como presidentes de la asociación. Sin embargo, eso les bastaba para ser los monarcas tiranos de la zona.

Los tres hermanos eran distintos entre sí. Héctor era el más joven y, también, el más desbordado. Era conocido por sus excesos en drogas duras y por ser el más despilfarrador. Su contrapartida era Joaquín, el mayor. Llevaba una vida casi ascética. Estaba absolutamente obsesionado con dos cosas: el dinero y la seguridad. Precisamente, este último tema lo atormentaba desde chico, cuando su abuelo le había contado de una revuelta de peones que casi puso en riesgo la vida de su abuela. Bruno, por su parte, era el punto intermedio de ambos.

Si bien guardaban estas diferencias, había en ellos un espíritu de cooperación, de pertenencia. Incluso Héctor se jactaba de ser un Echegoyen. En sus noches de exceso, iba a las pulperías del pueblo e insultaba a los parroquianos haciendo gala de su apellido.

 

 

 

Los peones y la gente del pueblo los odiaban. Los llamaban “los tres cerdos”. No  porque estuviesen excedidos de peso ni tuviesen rasgos porcinos. Más que nada, eran sujetos desagradables, violentos, brutales incluso. A los jornaleros les pagaban una miseria, no respetaban el estatuto del peón de campo, los hacían trabajar a veces dieciséis horas diarias, cuando iban al pueblo se llevaban mercadería sin pagar; además los hermanos practicaban la usura y así culminaban por despojar de sus casas a varias familias. Incluso, se decía que habían abusado de muchas mujeres del pueblo. Por eso se les odiaba. Pero también les temían. Poseían impunidad y controlaban a la policía y también contaban con algunos sicarios. Tanto algunos peones como otros habitantes del pueblo que se les habían opuesto, habían desaparecido. En la zona, el apellido Echegoyen  significaba poder.

Sin embargo, el poder tenía un límite. Y en una mañana de primavera, los hermanos lo traspasaron.

Héctor había ido al pueblo con sus amigos de la capital. Habían pasado la noche entre whisky, prostitutas y cocaína. El Echegoyen más joven estaba, como suele decirse, absolutamente pasado de revoluciones y les dijo a sus colegas de ir a dar una vuelta al pueblo. El pueblo que, según, sus palabras les pertenecía.

Dieron vueltas por las calles de tierra con la cuatro por cuatro más cara que poseían. Gritaban a los transeúntes, incluso los escupían. La gente bajaba la vista y rezaba en voz baja para que se marchasen. Sin embargo, cuando pasaron frente a una secundaria, uno de los adolescentes que estaba por entrar a clases reaccionó al ver que los insultos iban dirigidos a Marlen, la chica que le gustaba. El muchacho corrió hacia la camioneta y devolvió los insultos.

Héctor y sus amigos se rieron. “Indio de mierda”. Pero el chico tomó una piedra del suelo y la arrojó contra la camioneta. Dio sobre un vidrio y lo rompió.

Héctor enloqueció. Se lanzó del vehículo y corrió hacia el joven. El muchacho lo enfrentó. El hermano menor de los Echegoyen le lanzó un golpe que el adolescente evitó fácilmente y terminó por caer al piso. Volvió a levantarse y lo intentó una vez más, el joven volvió a esquivarlo y Héctor terminó en el piso nuevamente. Los chicos que estaban en la entrada de la escuela comenzaron a reírse.

Se paró otra vez y esta vez sí logró tomar del brazo a su contrincante, pero esté fue más rápido y lo golpeó en la cara. Héctor fue al piso por tercera vez.

Sintió la sangre deslizarse por sus labios. Se llenó de furia. Entonces sacó de su pantalón una pistola y le disparó tres tiros al pecho al joven estudiante.

Este cayó al piso muerto.

Los amigos de Héctor fueron hasta él y lo subieron a la camioneta.

 “¡Nadie se mete con Hector Echegoyen!”.

 

 

 

Al entierro del muchacho fue casi todo el pueblo. Sin embargo, no hubo consecuencias. Las familias de los testigos del brutal asesinato fueron amenazados. El padre de una de las compañeras del adolescente asesinado incluso desapareció luego del trabajo. El joven era hijo de uno de los jornaleros de los Echegoyen. Este había jurado vengarse. Sin embargo, sus compañeros lo detuvieron. “Pensá en tu mujer y en tus otros hijos”.

Pasaron los días y había reuniones secretas donde la gente iba tanto para acompañar a la familia como para hablar de la necesidad de librarse de los tres cerdos. A varias de ella fue, incluso, el intendente del pueblo. No era una mala persona pero no podía hacer nada. Sabía que su poder era ínfimo contra el de los Echegoyen. A lo largo de la historia habían asesinado a más de un intendente y a muchos concejales.

Era difícil hacer algo. La paranoia de Joaquín convirtió a la estancia en una especie de fuerte. Y los sicarios y guardias se habían multiplicado después del asesinato. Era imposible la vía legal pero también parecía imposible cualquier intento de justicia por fuera de las leyes.

 

 

 

Una noche, mientras el padre del joven estaba en la pulpería junto a otros paisanos, aparecieron tres personas. Se trataba de un anciano, de una mujer y de un joven que no aparentaba más de veinticinco años. Eran morochos, los tres llevaban el pelo largo y suelto. Vestían mantos de guanaco, ponchos, llevaban pantalones y calzados rústicos. Parecían pertenecer a otro siglo. Sus ojos eran negros, pero emanaban un brillo oscuro que, al mirarlos, daba la impresión de sumergirse en un abismo.

Entraron al lugar en silencio, sin saludar a nadie. Acercaron unas sillas a la mesa donde estaba el hombre que había sufrido la pérdida de su hijo y se sentaron.

Uno de sus compañeros de trabajo iba a decir algo pero el anciano no le dejó hablar.

“Sabemos todo lo que pasó. Hemos estado alejados demasiados años, siglos. Pero hace un tiempo hemos regresado. Observamos en silencio y hemos decidido intervenir. No somos solo nosotros tres. Somos muchos. No podemos devolverle la vida al niño. Pero podemos evitar que vuelva a pasar algo así”

Hizo una pausa.

“Será el fin de una época y el comienzo de otra. Lo único que les pedimos es que hagan una plaza nueva en el pueblo que por  nombre Nuevo Comienzo. Nosotros nos encargaremos del resto”.

Los hombres que estaban en la mesa no dijeron palabra alguna. Había algo en los visitantes que les pesaba, no se trataba de miedo, sino de algo más profundo. Como si ante ellos estuviera presente algo más antiguo que la historia conocida. Las palabras del anciano parecían no tener sentido. Sin embargo, en el fondo de sus almas sabían que sí lo tenían.

El padre del adolescente asesinado hizo un gesto de asentimiento. El resto inmediatamente lo siguió.

“Hecho está”. Dijo el anciano.

Se levantó de la mesa y lo siguieron sus dos acompañantes.

Caminó unos pasos y volvió la cabeza. “Tengan en cuenta que esto es el comienzo de algo mucho más grandes”

.Tras estas palabras los tres se marcharon de la pulpería sin decir nada más.

 

 

Una noche de lluvia, Héctor se había reunido con sus amigos. Se hallaban en el ala izquierda de la mansión que era una especie de palacio dentro de la estancia. Eran unos cinco muchachos y unas diez prostitutas. El menor de los Echegoyen estaba más eufórico que lo habitual. Se jactaba del asesinato del joven estudiante entre risas y gritos. Proclamaba su impunidad como un triunfo, como la señal de un destino de grandeza y poder. “Mañana vamos por más y si tengo que boletear a quince indios, mejor”. Sus amigos reían y aplaudían. Las trabajadoras sexuales forzaban un asentimiento. No solo les temían, sino que sabían que esa noche iba a ser dura para ellos. Ninguna estaba en esa casa por deseo, sino por necesidad o por temor a alguna represalia si llegaban a negarse.

Héctor aspiró dos líneas de cocaína seguidas y le dijo a una de las muchachas que se arrodille frente a él y comience a hacerle sexo oral. La joven obedeció rápidamente. “Esta noche es nuestra. El mundo es nuestro” gritaba. Sus amigos lo siguieron. “Aguante Héctor”, decían mientras se sacaban la ropa.

La noche comenzaba más excitante que lo acostumbrado. Sin embargo, a la media hora, uno de los varones escucho unos gritos provenientes del exterior.  Se lo dijo a Héctor. “Coge y deja de decir boludeces”.

 Los gritos se repitieron. Esta vez,  todos los escucharon. Sonaron unos disparos y luego más gritos. Héctor se dirigió a la ventana. “¡Hijos de puta!”

Vio los cuerpos descuartizados de dos de los guardias de la estancia. Instintivamente, corrió hacia una habitación y salió con una escopeta. Todos estaban aterrados. Héctor les di armas a sus amigos. “Vamos para afuera. No sean cagones”.

Salieron de la casa, caminaron por el campo y se encontraron con varios cadáveres más. Estaban desmembrados. Había piernas y brazos separados de los cuerpos, algunos cadáveres tenían el pecho abierto, otros el estómago. Había sangre por todas partes. Debajo de un árbol había  una cabeza rodando.

La lluvia caía sobre ellos. No había ningún movimiento ni sonido más que el de las gotas chocando contra la tierra.

Entonces aparecieron de la nada. Eran tres criaturas de aspecto lobuno. Gigantescas, agiles. Tenían las bocas y las garras llenas de sangre. Caminaban de manera alternada en dos patas y en cuatro, medían alrededor de dos metros. Formaron  un círculo alrededor de Héctor y de sus amigos.

Uno disparó. Sin embargo, la creatura a la que había apuntado se movió con una velocidad sobrenatural y en menos de un segundo le arrancó la cabeza con sus garras.

Comenzó la carnicería. Esos seres sobrehumanos se arrojaron contra los amigos de Héctor y los descuartizaron. El Echegoyen más joven recibió unos ataques en el brazo derecho y en la espalda pero logró huir  hacia la mansión.

Allí se encontró con Bruno. Le dijo lo que había pasado y, si bien este sabía que su hermano a veces alucinaba, había visto lo ocurrido por la ventana.  Ambos corrieron hacia el ala de la casa donde vivía el mayor de ellos.

Joaquín estaba durmiendo. Cuando recibió a sus hermanos, no comprendía que era lo que pasaba. Sin embargo, escuchó los rugidos y aullidos de las bestias. Ya estaban dentro de la mansión.

“¡Están acá!¡ Vienen por nosotros!¡ Nos van a hacer mierda!”. Gritó Héctor.

Al escuchar a su hermano, un terror ancestral envolvió a Joaquín.  “Sabía que esto iba a pasar algún día”.

Haciendo un gran esfuerzo por salir del estado de pánico, les dijo a sus hermanos que lo siguieran. Atravesaron varías salas. Hasta llegar a una pared de metal. Era un cuarto de pánico que había construido en secreto varios años atrás. Joaquín abrió la puerta y los tres entraron en esa sala de metal blindado. Era una especie de bóveda. Había agua y algunos alimentos. “Es el lugar más seguro del mundo”.

Por unos minutos pensaron que estaban a salvo. “Estos indios de mierda no van a poder. Somos los Echegoyen”.

Sin embargo, comenzaron a escuchar golpes en la puerta. Primero fueron los ruidos, luego el metal cedía frente a una fuerza sobrehumana. Finalmente, la puerta fue arrancada. Los tres hermanos se arrojaron al piso llorando mientras ante ellos unos seres sobrenaturales y bañados en sangre los contemplaban con furia y asco.

 

 

 

Al día siguiente, la policía fue a  la estancia. Había más de diez guardias muertos. Los hermanos Echegoyen fueron encontrados por partes dentro de la sala de pánico. Las únicas sobrevivientes habían sido las prostitutas. Cuando dijeron lo que habían visto, nadie les creyó. El entierro y el velatorio de los Tres Cerdos fueron un asunto de la Intendencia. Sin embargo, nadie del pueblo había ido.

Al mes de sucedida la masacre, el Intendente inauguró la Plaza Nuevo Comienzo.

 

 

 

Algo había comenzado a cambiar en el Sur Argentino. Se rumoreaban presencias sobrenaturales que atacaban  estancias y latifundios. Incluso se profanaban los monumentos y las tumbas de los antepasados de los actuales terratenientes. El terror fue adueñándose del espíritu de las grandes oligarquías. Nadie sabía en qué podía terminar todo eso.




lunes, 19 de mayo de 2025

Crueldad

Edgardo Pablo Bergna


Maximiliano Basilio Cladakis

La crueldad se consolida y expande a lo largo de nuestro país. Lo dijo acertadamente Leandro Santoro. La crueldad, la lucha contra ella, fue su lema de campaña. La derecha es abominablemente cruel, el actual Gobierno también lo es. No solo ejerce una violencia racionalizada, característica de toda derecha, en pos de los intereses del capital concentrado, sino que se jacta y goza del dolor que produce. Eliminar al otro, simbólica, discursiva y físicamente, les resulta más placentero que el mayor de los orgasmos

Si una de las afirmaciones más maravillosas de la tradición nacional-popular es la que afirma que “la Patria es el otro”, en el Régimen de la Crueldad el otro es el objeto del sadismo donde su degradación se convierte en el goce máximo. Y no se trata de cualquier otro. Así como cuando nosotros decimos que la patria es el otro, nos referimos al otro vulnerado, ellos, los crueles, se refieren a lo mismo. Los trabajadores, los pobres, las mujeres, las diversidades, los inmigrantes, los que padecen hambre y vejación constante de derechos son el objeto de su crueldad.

Erich Fromm señalaba que la psicología del nacional-socialismo estaba marcada por el sado-masoquismo. Más allá del hecho de que este término hace referencia a una elección sexual legitima, es muy rica la metáfora. El filósofo judío alemán observaba que este movimiento histórico era, al mismo tiempo, sádico y masoquista. Sádico con respecto a los que consideraba débiles. Masoquista con los más fuertes. Esta caracterización puede aplicarse perfectamente al Gobierno Argentino. Es cruel con los vulnerables, mientras se humilla ante a los poderosos. Como ejemplo, las irrupciones de odio de Milei son siempre hacia los grupos subalternos, al tiempo que se degrada con lágrimas en los ojos frente a personajes como Donald Trump o Elon Musk, a los que considera ( y son) sus amos.

“Fuerte con los débiles, débil con los fuertes”, lo dijo Néstor Kirchner hace muchos años y esa descripción se ajusta a la perfección al movimiento de ultraderecha que gobierna la Argentina. Crueldad entrecruzada con autodegradación, este es uno de sus puntos axiales. Nosotros, en cambio, nos encontramos comprometidos con la dignidad, con la Justicia Social y con el reconocimiento de la humanidad de todas y todos.

Desde este ámbito de sentido debemos desplegar todas nuestras fuerzas, todo nuestro tiempo, toda nuestra organización para que la Argentina dejé de convertirse en un terreno donde se combina la deshumanización y la entrega; y se retome la noción de Patria como un proyecto colectivo que tenga por finalidad constituir una comunidad libre, justa y soberana.


Profundizar la esclavitud

  Maximiliano Basilio Cladakis El proyecto de reforma laboral impuesto por el actual gobierno tiene como significado profundizar la esclavi...