Maximiliano Basilio Cladakis
Era pleno invierno, creo que la primera
semana de julio. Cemento estaba casi vacío. No tocaba ninguna banda de las
grandes. Ni Malón, ni Horcas, ni Almafuerte, ni Logos.
Se trataba de uno de esos recitales metaleros infinitos. Comenzaba a las doce
de la noche y podía seguir hasta las siete de la mañana. La entrada no había
costado más de dos o tres pesos. El
local, en donde varios iniciamos la adolescencia por los años noventa, estaba
congelado. Igualmente, no me quejaba. Eso era de blando.
Recuerdo que me burlé de Julián por decir
que tenía frío. Un verdadero Heavy no se quejaba del frío. Sí lo podía
hacer del calor. Ese era uno de los códigos implícitos. No te podía gustar el
verano, mucho menos la playa. Como dijo Ricardo Iorio muchos años después: “lo
nuestro es música de invierno, no tropical”. Era uno de las tantas leyes no
escritas. Obviamente, también estaba mal ir a bailar, cortarse el pelo, vestirse
de un color que no sea el negro, ser simpático, tener amigos de otro bando,
etc.
Habíamos tomado varios vinos en cajita en
la puerta. Era pleno menemismo y éramos hijos de la clase obrera. No teníamos
plata para escabiar adentro. Cuando entramos, por lo tanto, ya nos había
pegado. Dany, Sebastián y Luís, quebraron a la media hora y se dejaron morir en
las gradas que había en la parte trasera del lugar. Quedamos en pie Julián y
yo.
Cuando tomaba, se volvía extremadamente
verborrágico. No paraba de hablar de bandas que yo, o bien no conocía, o bien,
no me gustaban.
Comenzó a tocar la primera banda. Nada
especial. Una especie de copia de Sepultura. A mí no me gustaba la banda
brasilera, así que poco podía interesarme su versión under. Fue en ese
momento donde noté su presencia. Estaba sentada en una de las gradas, sola. Era
morocha, de ojos grandes, de tez y ojos oscuros. Tenía una muñequera de tachas
en cada brazo y llevaba puesta una remera de Mercyfull Fate.
No era que fuera una gran belleza pero
quedé fascinado. Tal vez porque era mi tipo ideal. Tenía un aire melancólico
pero también imaginaba su fortaleza y su rebeldía. Una chica sola, vestida como
un ejemplo de metalera y que le gustara la banda de King Diamond, casi
podría decirse que era mi sueño.
Un flaco se le acercó con un vaso de
cerveza en la mano. Era uno de esos tipos que, por lo general, tratábamos de
“falso metal”. Muy alto, muy rubio, pelo muy cuidado, pose ganadora. Se quiso
sentar a su lado. Ella levantó la cabeza hacia él. No sé qué le dijo pero el
tipo se fue de inmediato. Noté algo de miedo en su rostro. “No se la ganó”
pensé, como si se tratase de un triunfo personal.
Sin embargo, inmediatamente clavó su
mirada en la mía. Su expresión fue sería, profunda, como si me penetrara en
cuerpo y alma. No le pude sostener la mirada, así que la bajé. Cuando la
levanté de nuevo, había desaparecido.
Julián seguía hablando sin parar. Comenzó
a tocar la segunda banda. Arrancaron con Paranoid de Black Sabbat. En
esa época la mayoría de las bandas que recién empezaban tocaban ese tema o
alguno de V8 o de Hermética. No era nada interesante. Afortunadamente
el vino continuaba haciendo efecto.
Al cuarto o quinto tema me tocaron el
brazo. Era ella. Estaba al lado mío con un vaso de plástico lleno de cerveza. Increíblemente,
me ofrece un trago. Se lo acepté sin pensar. Julián me miraba sin creer la
situación. Era imposible que un desconocido te ofrezca cerveza, menos una
mujer. También le ofreció un trago a él. Ambos queríamos hablar con ella. Estúpidamente
le dije “aguante Mercyfull Fate”. Me
miró alzando las cejas. Me sacó el vaso de la mano y tomó un trago hasta
terminarlo. Hablo por primera vez. “Voy a comprar otra”.
Con Julián creímos que no volvería
. Nos equivocamos. Volvió y con más
cerveza.
Le pregunté de donde era y me respondió
“Que te importa”. Julián se rió. Era su turno de intentar entablar una
conversación. Le preguntó que bandas le gustaban. “Muy pocas de las que te
gustan a vos, detesto a Metallica y a Megadeth. No creo que
podamos hablar de música”. Mi amigo quedó mudo. Eran sus dos bandas preferidas,
aunque no tenía ninguna insignia de eso. La remera que llevaba puesta era de Malón.
“Me gusta algo de King Diamond y de Mercyfull Fate”. Dijo,
intentándolo nuevamente. Ella se mordió el labio inferior y le ofreció el vaso
de cerveza como para que se calle.
Tocó una banda más. Ella seguía trayendo
cerveza. Yo había desistido de levantármela. Me conformaba con estar en esa
situación extraña. Julián, en cambio, cada tanto, volvía intentarlo. Ella
volvía a serle indiferente.
En un momento, ya pasado de vino y de
cerveza, se hartó de los desplantes. Le dijo, casi a los gritos, que quien se
creía que era, que ella había venido a meterse con nosotros. Ella le lanzó una
mirada que, yo mismo, al verla quedé helado. Era indescriptible. Seca. Fría.
Como si fuera de alguien de otra época, de otro mundo. Creí ver incluso que sus
ojos se volvieron por menos de un segundo absolutamente negros. El rostro de
Julián se volvió pálido e, inmediatamente, se fue, sin decir nada, con el resto
de los pibes que estaban en las gradas.
Yo me quedé. Ella siguió en silencio. En
ningún momento había ni siquiera amagado con una sonrisa. “Nunca me preguntaste,
ni vos ni tu amigo, como me llamo”. Le pregunté. “Melisa”, respondió.
Pensé que me estaba jodiendo. Una chica
con remera de Mercyfull Fate que
tenga ese nombre era demasiada casualidad. Melissa era un tema recurrente en la
banda. Se trataba de una bruja que había sido quemada en una hoguera y que daba
título a varias canciones e, incluso, a un disco del grupo. Pensé por un
momento hacerle una observación sobre su nombre, pero no me atreví.
“¿Vamos a tomar un vino afuera o te
interesa alguna banda?”. Casi instintivamente le dije que sí.
Nos fuimos de Cemento. Caminamos algunas
cuadras buscando un kiosco abierto. El frío era terrible. Me esforzaba para no
temblar. Ella, en cambio, parecía no notarlo.
Cuando nos cruzamos con una ventana
iluminada con el cartel que decía “Cigarrillos, Golosinas, Bebidas, 24 horas”,
Melisa se detuvo. Compró un vino y me dio un paquete de Benson. Si bien no era una marca de cigarrillos muy metalera, era
de las más caras, se trataba de mi preferida, que solo compraba muy de vez en
cuando.
Dimos una vuelta y nos sentamos en una
esquina. Abrió la caja de vino con los dientes y tomó varios tragos antes de
dármelo a mí.
Estuvimos un rato largo, tomando, ella no
decía una palabra. Yo seguía muriéndome de frío. “Me gustan mucho las noches de
invierno”, dijo mientras miraba el cielo y los árboles secos. Le dije que a mí
también, que odiaba el verano (aunque en ese momento no sé si, en verdad no
prefería el verano).
Entonces me miró y me dijo: “¿Querés que
cojamos?”. Nuevamente me sentí, como se dice ahora, absolutamente descolocado. “Bueno…claro…sí”…
Y con esas palabras balbuceantes me sentí muy lejos del guerrero omnipotente y
viril que aparecía en las portadas de los discos de Manowar, una de mis bandas preferidas por esa época.
Ella hizo todo. Me desabrochó el
pantalón, se bajó el suyo y se subió encima de mí.
Comenzó a moverse de manera rítmica, como si se tratase de una danza. No
me miraba. Sentía que yo no existía. Ella
llevaba a cabo un rito del que yo solo era un elemento, una herramienta. Vi,
entonces, que sus ojos se transformaron, como cuando miró a Julián salvo que
esta vez no fueron negros sino rojos. Eso no fue lo único. Sino que también vi
que su rostro cambiaba. Por momentos era una muchacha rubia de trenzas, por
otros una afrodescendiente de pelo enrulado, por otros, una mujer asiática. Sin
embargo, no tuve miedo. Estaba fascinado. No quería que terminara nunca.
Finalmente gritó y su voz se oyó como
decenas de voces.
Luego de acabar, se levantó y volvió a
ponerse el pantalón.
Yo no llegué a acomodarme y ella ya
estaba parada. Le pregunté si tenía teléfono. Fue la primera vez que se rió. Lo
hizo casi a carcajadas.
Se dio vuelta y se marchó.
No hizo más de veinte metros cuando se
desvaneció en la nada.
Eso pasó hace casi treinta años. Seguí
yendo a recitales pero nunca la volví a ver.
Aún hoy pienso, cada tanto, en esa noche,
y lo hago con una mezcla de deseo y miedo.


