martes, 26 de marzo de 2024

Laura

 

Maximiliano Basilio Cladakis


La vi por primera vez a los pocos días de mudarme. Me acababa de separar de Claudia. Era una de mis primeras noches en ese PH que estaba lejos de ser algo siquiera semejante a un hogar. Se trataba de una época de insomnio, algo normal luego de finalizar una relación de siete años. Estaba en el living con una película de Tarantino de fondo. No recuerdo si era Bastardos sin Gloria o Django. No le prestaba atención. Era una noche de lluvia y, por fortuna, el lugar que alquilaba daba a la calle. Mientras fumaba miraba por la ventana. Era un barrio tranquilo. Y más en una noche de lluvia de entresemana.

Serían alrededor de las dos de la mañana cuando apareció. Caminaba por la vereda de enfrente. Llevaba el pelo atado, pude ver que se entrecruzaban el rubio, el rojo y el azul. Iba con anteojos de sol y vestía una musculosa negra y una calza verde. Me llamó la atención, no sólo por ver pasar a una mujer joven a esa hora, bajo la lluvia, ni tampoco por el uso de los anteojos negros, ni por su vestimenta en una noche fría y mojada. Caminaba como si no lloviera, como si el entorno no existiese. La observé todo el tiempo que me permitió el largo de la ventana.

Al cabo de un rato, me fui acostar. Esa noche tampoco dormí.

 

 

 

La siguiente vez que la vi, estaba volviendo de mi trabajo, unas dos o tres semanas después. Había sido un día agridulce. Por un lado, habían anunciado el fin de los incentivos docentes, disposición anunciada por el nuevo gobierno nacional de extrema derecha. Una vez más, pues, la gente, había elegido a sus verdugos. Pero, por otra parte, Silvana había tenido una charla extraña conmigo. Creo que me invitó a salir. La conocía desde hacía unos dos años y nunca me había percatado de que quizás yo le gustase. Ella era profesora de matemáticas, yo de historia, dos materias muy distintas. Pero, al mismo tiempo, ambos éramos considerados los zurdos de la escuela, tanto por directivos, como por docentes y preceptores.

Caminaba por la cuadra de mi casa y  la reconocí desde atrás. Iba por la vereda de enfrente, en la misma parte que la vez anterior. Vestía de la misma forma. Una mujer estaba entrando a su casa con sus dos hijos; volvían de la escuela. Cuando se cruzaron, la madre agachó la mirada y noté que les dijo algo a los niños. De un instante a otro, la perdí de vista, como si se hubiese esfumado en el aire. No le presté atención al tema. Estaba cansado, y, como dije, el día me había dejado con una sensación de ambigüedad.

Sin embargo, el sábado siguiente, eso cambió. Eran alrededor de las cinco de la tarde. Salí a comprar cigarrillos y el vecino de al lado, con quien había hablado unas pocas veces, me cruzó para preguntarme si tenía Internet. Me dijo con preocupación que él llevaba tres días sin servicio. Yo asentía de manera automática demostrando una preocupación fingida. Mientras hablábamos, o mejor dicho mientras él hablaba, apareció de nuevo. Pasó por la vereda de enfrente y vestía exactamente de la misma forma que las otras dos veces. Caminó unos veinte metros y desapareció. Así, se diluyó en el aire. Lo vi con toda claridad. Mi vecino también la vio. Sin embargo, no dijo ni hizo nada. Continúo hablándome de su servicio de Internet. Yo estaba anonadado, confuso. Corté la conversación, que era un monologo de quejas, de la manera más amable posible y fui a comprar cigarrillos.

 

 

 

Los días fueron pasando y me di cuenta que esa joven formaba parte del paisaje de la cuadra, como lo hacían los árboles en las veredas. Cada tanto, esporádicamente, ella aparecía y caminaba los mismos metros en la misma cuadra con la misma ropa para luego desvanecerse.  Cuando un vecino se cruzaba con ella, agachaba la cabeza o miraba hacia otro lado. Nadie hablaba de ella. Tampoco yo me atrevía a preguntar. Sin embargo, a diferencia de los demás. Yo sí la miraba. No porque fuera más valiente, ni mucho menos. Creo que siempre fui bastante cobarde. Era, más que nada, porque sentía una fascinación por ella. Incluso, le había puesto un nombre: Laura. No tenía ningún fundamento. Creo que tampoco conocí a nadie con ese nombre. Sin embargo, algo me llevaba a nombrarla así.

 

 

 

Con Silvana salimos varias veces hasta que finalmente iniciamos una relación. Ella era unos pocos años mayor que yo. También separada. A diferencia de mí, tenía dos hijos. Los conocí y me cayeron muy bien; como, creo, yo lo hice con ellos. Ella realmente era una mujer extraordinaria. Inteligente, comprometida, siempre preocupada por los otros, increíblemente atenta conmigo. Era lo opuesto a Claudia. Estaba enamorada de mí; y yo también me había enamorado de ella.

Pasábamos los fines de semana juntos. Incluso, en un feriado puente, fuimos a Mar del Plata. Lo viví como una prueba de fuego. Y, a pesar de mis miedos, fueron días hermosos. Si bien yo era el que iba más seguido a su casa, ella también venía a la mía. Cuando lo hacía me generaba cierta ansiedad. Nunca le había hablado de Laura. Y temía que la viera. Mi temor tenía varios fundamentos. Por un lado, ver a algo similar a un fantasma podría hacerle muy mal. Por otro, podría cuestionarme porque nunca le había hablado de ella. Sin embargo, lo que más podría molestarme, es que,  luego de verla, y que yo le contase todo, tomara la misma actitud de mis vecinos. Normalizar lo que no puede ser normalizado, ignorarla, serle indiferente. Laura me importaba. Mucho más de lo que me gustaría admitir.

 

 

 

En una ocasión,  estaba sacando la basura y ella apareció, como siempre. En ese momento, pasó un automóvil con unos jóvenes. También la vieron. Le gritaron cosas terribles. Me ofendí tanto que los insulté. Me escucharon. El automóvil dio marcha atrás y los dos muchachos bajaron de él a enfrentarme. Como dije antes, siempre fui un cobarde, sin embargo, la indignación fue mayor que el miedo y no dudé en hacerles frente. Recibí, obviamente una paliza. Un vecino amenazó con llamar a la policía y se marcharon. Recibí varios golpes pero nada grave. Fui al hospital a hacerme ver. Silvana se enojó mucho cuando se lo conté. Y vino inmediatamente a mi casa.

Le dije la verdad. Que me había enfurecido cuando esos muchachos le gritaron barbaridades a una chica que pasaba por la vereda de enfrente. Silvana me sonrió y me acarició el rostro. Había un dejo de admiración en su mirada. Esa noche hicimos el amor de manera salvaje.

 

 

 

Mis temores nunca se cumplieron. Silvana nunca se cruzó con Laura. El recuerdo de Claudia ya se había diluido casi del todo. El insomnio se había convertido en una anomalía. Comencé a sentir que tenía un hogar después de mucho tiempo. No me refiero al PH, sino a sentirme enraizado en el mundo. Tenía una pareja con la cual nos amábamos, redescubrí el sentido de la docencia y  y lo ligaba a la militancia contra la derecha que gobernaba. Con Silvana incluso nos habíamos acercado a una Unidad Básica y comenzamos a militar de manera casi orgánica.

 Sin embargo, llegó el momento esperable. La propuesta de vivir en pareja. Yo alquilaba. Silvana tenía casa propia y mucho más grande y cómoda que el PH donde yo vivía. Lo razonable era que yo me mudase con ella. Y eso significaría no volver a ver a Laura. Estiré la toma de decisión durante un tiempo. Di, como excusa, esperar a la que se terminé el contrato de alquiler. Silvana lo aceptaba, aunque se daba cuenta que, más que nada, se trataba de una excusa.

Fue algo que tensionó la relación. Comenzamos a tener desacuerdos y discusiones por temas banales, que en realidad eran expresión del malestar generado por la situación. Cuando pasaban estas cosas no veía enojo en su rostro, sino tristeza. Me dolía mucho. No quería que sufriera. Tampoco podía dejar la cuadra donde vivía.

 

 

 

Un sábado a la noche, estábamos en su casa. Sus hijos estaban con el padre. Y tuvimos una discusión muy fuerte. Me gritó y me dijo cosas bastante hirientes. Yo también lo hice. Me fui de su casa a mitad de la noche. Ella lloraba. Yo no.

 

 

 

Silvana vivía en CABA, yo en el primer cordón del Conurbano. Antes de usar la aplicación para que un automóvil me llevase a mi casa, decidí caminar. Quería aclarar mi mente. Vagué por varias cuadras y me senté en el banco de una plaza que no conocía. Estuve un rato largo fumando y mirando cómo se nublaba el cielo. No había nadie en la plaza ni tampoco en las calles aledañas. Cada tanto pasaba un patrullero.

Saqué el celular del bolsillo de mi campera para finalmente irme a mi casa. Como solía tenerlo sin volumen, recién entonces vi las llamadas perdidas. Era Silvana. También vi que me había dejado varios mensajes de WS. Me pedía perdón y me pedía que hablemos. Entre otras cosas, además, decía que me amaba. Sentí una presión en pecho y un nudo en el estómago. Ella no había hecho nada. Yo sí. Porque no tomar una decisión es tomar una. Me sentía que yo era Claudia y que ella era yo. No quería perderla y tampoco lastimarla.

 

 

 

Suspiré. La iba llamar. Le pediría perdón y me haría responsable de nuestro presente y de nuestro futuro. Esa noche no terminaría con llantos ni dolor, sino con futuro y compromiso. Quizá, si nos organizábamos en uno o dos meses podríamos estar viviendo juntos. Sin embargo, sentí que una mano se apoyó, desde atrás, sobre mi hombro izquierdo.

Me di vuelta inmediatamente. Era Laura. Se quitó los anteojos y me sonrió. Por primera vez en todo ese tiempo le vi los ojos. Eran marrones y tristes. Me preguntó si podía sentarse en el banco. Su voz era dulce, pero al mismo tiempo, sería y melancólica.  No me atrevía a hablarle, así que me limite a asentir con la cabeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Profundizar la esclavitud

  Maximiliano Basilio Cladakis El proyecto de reforma laboral impuesto por el actual gobierno tiene como significado profundizar la esclavi...