miércoles, 24 de abril de 2024

El horror blanco


Maximiliano Basilio Cladakis

Fue hace más de veinte años. Había tocado Horcas en Cemento. Fuimos los cuatro de siempre. Pero, cuando terminó el recital, nos separamos. Pablo y yo decidimos quedarnos, dar vueltas por ahí, mientras que Diego y Julio prefirieron volver cada uno a su casa.

Fueron algunas cervezas y un vino. Pablo finalmente quiso volverse. Me encapriché y le dije que se vaya, que no tenía problemas en estar un rato más solo.  Incluso lo acusé de no tener aguante. Se dio vuelta y se marchó.

Entonces fui a una plaza. Me encontré con otros metaleros. Tomamos un vino y hablamos un rato. Todos éramos del Conurbano. Ellos de Laferrere; yo del fondo de San Martín.

Recién cuando se fueron, decidí volver a mi casa.

 No tenía idea de la hora. No llevaba reloj y los celulares todavía no existían, al menos para la mayoría. Hacía bastante frío y yo solo llevaba mi chaleco de jean y una remera de Hermética.

Como dije, había habido mucho alcohol, por lo que estaba sumamente borracho. Tomé el colectivo y recién a la media hora me había dado cuenta de que lo hice en dirección inversa a la que debía.

Me bajé en una avenida que no conocía. Había bastante gente. Típicos porteños de clase media o alta, muchos simulando ser stones. Obviamente que, como metalero, odiaba a los stones pero más odiaba a los chetos que fingían serlo. En ese momento estaban de moda los bares con posters que mostraban la lengua de la banda de la que esa pseudo tribu tomaba su nombre. Había uno o dos por cuadra. También había muchos autos de lujo y los varones como las chicas parecían modelos.

Buscaba la parada del colectivo pero del lado que me llevara hacia donde debía tomar el segundo. Una especie de orgullo me impedía preguntar dónde podía encontrarse.

En un momento, no sé porque, decidí tomar una calle lateral y seguir caminando.

Anduve varias cuadras hasta que llegué a una especie de barrio muy extraño. Era obviamente de gente de mucha plata. Calles empedradas, plazoletas, muchos árboles, casas de dos y tres pisos que, en mi representación, parecían mansiones.

 Estaba todo en silencio. Empecé a dar vueltas por ahí hasta que me senté en uno de los bancos que había en las plazoletas.

Encendí un cigarrillo e, inmediatamente, comenzaron a ladrar unos perros.  

Provenían de las casas. Me di cuenta de que la gente comenzaba a asomarse por las ventanas.

Había hombres, mujeres, niños y ancianos. Eran todos muy blancos, pálidos incluso, de cabellos rubios y, supuse, de ojos claros. Miraban hacia donde yo estaba, en quietud y en silencio.

Pensé que iban a llamar a la policía o a algún tipo de seguridad privada. Entonces me levanté y volví a caminar por donde había venido. A medida que lo hacía, veía que no había casa desde donde la gente no me estuviera mirando. Comencé a sentir miedo y apresuré el paso queriendo salir de esa especie de barrio.

La adrenalina hizo que se me pasara el efecto del vino y de las birras.

 Vi entonces a un grupo de personas inclinadas al lado de una calle, sobre la vereda. Los perros seguían ladrando y la gente mirándome desde las ventanas.

Cuando pasé por su lado, observé que eran más o menos de mi edad, aunque bien vestidos y extremadamente blancos. Estaban formando un círculo.

 Uno de ellos se dio vuelta y me gritó en tono burlon “Vení, metalero”. Si bien tenía pánico más que miedo, lo miré. “Un metalero del conurbano no retrocede ante un cheto de CABA”, pensé. Sin embargo, lo que vi sobrepasaba todo lo que podía imaginarme.

Eran tres mujeres y tres varones. En medio del círculo había un muchacho de mi edad, de piel y de cabellos oscuros. Estaba boca arriba con los ojos abiertos, muertos, mientras esos seis seres hurgaban entre su estómago desgarrado y se alimentaban de sus entrañas. Pude ver que, al costado del cadáver, había una gorra con el logo de V8.

Se pararon los seis, me miraron y comenzaron a reír a carcajadas. El blanco de sus cuerpos estaba regado de la sangre del joven muerto a sus pies. Una de las chicas se reía mientras masticaba una viscera.

“Vení metalero” dijeron todos al mismo tiempo.

Me eché a correr.

 No sé cómo aparecí en la avenida de nuevo.

Finalmente encontré la parada y me tomé el colectivo para volver a mi casa.

No dormí durante tres noches. 

 

 

 

Cuando hable de lo que pasó, nadie me creyó. Sin embargo, con el paso de los años conocí personas que sí lo hicieron.

Descubrí que hay muchos lugares así, barrios enteros donde habitan esas monstruosidades. Algunos los llaman el horror blanco pero nadie sabe exactamente de donde provienen ni que son en verdad.

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