El verdadero guardián

José Antonio Silva

El cielo parecía expandirse y contraerse como si fuese un enorme corazón latiendo. Poseía una mezcla de colores entre verde y rojizo con algunos tonos de un profundo violáceo. Daba la sensación de un eterno amanecer. Parecía que, cada vez que se expandía, se podía tocar con las manos. La atmosfera era pesada, el aire era denso; ningún ser vivo podría permanecer allí sin desfallecer.

Dos figuras mantenían un dialogo mientras realizaban sus tareas. La primera de las siluetas, delgada y de finas extremidades, de contorno y rostro femenino, emanaba una luz cálida. Se movía de acá para allá en un inmenso jardín que parecía extenderse hacia el infinito. Tocaba las flores. No las veía ya que sus ojos no poseían el don de la vista. Acomodaba, separaba, cortaba, arrancaba. Lo hacía sin criterio alguno, simplemente era algo mecánico.

La otra figura se movía a la par. Su aspecto era lúgubre y casi cadavérico. De su ser emanaba un frio espectral. Simplemente se dedicaba a recoger todo lo que se arrojaba fuera del jardín, no parecía seguir un patrón. Podían ser flores ya marchitas y casi muertas, otras en la plenitud de su florecimiento cuando son más hermosas y con los colores más vividos. O incluso capullos sin florecer.

Hablaban de cosas banales, del promiscuo color del cielo, de cómo cada vez crecían más flores hasta que, por un momento, la figura lúgubre se detuvo pensativo.

- Siempre fue así, - dijo - desde el principio, siempre, te tuvieron mucha más estima que a mí y lo entiendo. Es por eso que te dedican canciones, poesías, poemas. Lo que los mortales no saben es que tu forma de cuidar el jardín de sus vidas está regida por las leyes del caos y no sigue ninguna regla que ellos puedan considerar justa… Y sin embargo te aprecian mientras que a mí no solo me temen y rehúyen. También me desprecian sin entender que, después de tu caprichosa cosecha, yo soy el que realmente los cuida y resguarda para siempre.