martes, 18 de junio de 2024

Monstruos

Maximiliano Basilio Cladakis   


Diego fue convertido de manera casual. Había habido mucho alcohol y también otras sustancias. Un bar en Constitución, una mujer de pelo oscuro y piel pálida, un hotel alojamiento barato. Y todo lo demás apareció en blanco, salvo la mañana siguiente, cuando despertó con un ardor en el cuello y al tocarse notó dos hendiduras.

 La mujer ya no estaba. Se levantó y en el espejo del baño notó las heridas sobre el lado derecho de su cuello, las cuales todavía estaban sangrando. Lo peor fue cuando pagó el hotel y salió a la calle. Sintió que el sol desgarraba su piel. Fue, incluso, la última vez que lo sintió en su cuerpo.

Vivía solo en un departamento de un ambiente en Caseros. Estuvo varios días con fiebre y sin ir a trabajar. Por momentos pensaba que iba a morir. Hasta que una noche despertó y se sintió pleno de vitalidad. Aunque, eso sí, con muchísima hambre.  Fue hacia la heladera y quiso alimentarse. Sin embargo, no pudo. Todo le producía asco.

Salió de su casa. No había nadie en la calle y comenzó a andar sin dirección. Tenía los  sentidos agudizados. La vista, el oído y el olfato sobrepasaban su comprensión. Todo era más nítido y real. Demasiado real. El hambre crecía en él junto con un extraño sentimiento de sensualidad, de voluptuosidad. Tomó un colectivo al azar. Había solo cuatro pasajeros, entre ellos, una mujer muy bella de alrededor de treinta años. Excitado como estaba, la miró y le sonrió. Cuando ella se dio cuenta, hizo un gesto de fastidio y volteó la cabeza. Diego bajó la mirada y se sintió sumamente avergonzado.

Bajó del colectivo en un barrió de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que no conocía. Todo era confuso, tanto su estado cercano a la muerte como su actual vitalidad. Quería pensar en lo que le pasaba pero el hambre y la exuberancia no se lo permitían. Cuando pasó por enfrente de una plaza, un patrullero se detuvo a su lado. Bajaron dos policías apuntándole con sus pistolas y le ordenaron que se pusiera contra la pared.

Diego les hizo caso. Uno de los policías le colocó el arma en la cabeza mientras el otro comenzó a palparlo. Su aspecto desaliñado y su expresión confusa motivaban a los policías a toda clase de burlas y de amenazas. “¿Qué hacés por acá?” “¿Dónde tenés la merca, falopero hijo de puta?” “A los putos como vos, nos los cogemos”.  Diego pensaba que debía tener miedo, siempre había sido bastante cobarde. Sobre todo con la policía. Sin embargo, en vez de miedo sentía una especie de goce, una suerte de poder que se apoderaba de su cuerpo.

Cuando el agente que tenía el arma sobre su nuca le iba a dar un golpe con esta, se volteó con una velocidad sobrehumana. Realizó dos movimientos y, sin si quiera tener en claro él mismo como lo hizo, se vio al cabo de un segundo abrazando los cuerpos muertos de los agentes de seguridad y bebiendo la sangre de ellos alternativamente.

El hambre dejó, entonces, de atormentarle. Ni siquiera necesitó pensar en que era lo que le estaba sucediendo. Había visto demasiadas películas sobre ello.

 

 

 

Esa noche recorrió varios barrios de la ciudad. Creía conocer la noche en su antigua vida. Sin embargo, se dio cuenta que no sabía absolutamente nada. La noche no era el desborde ni  la diversión, ni el sexo casual. En la noche, en la verdadera noche, habitaba el horror.

Cuando recorría un parque solitario, escuchó los gritos de una mujer. Vio entonces a un grupo de tres hombres lanzándose  contra una muchacha de unos quince años. Era claro que iban a violarla. Diego se transportó hacia ellos con una velocidad sobrehumana. Los mató a los tres en menos de un segundo. La joven en el suelo no comprendía nada y su estado de histeria se acrecentó. Diego se marchó a con la misma velocidad a la que había llegado. En otra parte de la ciudad, unos jóvenes se bajaron de un automóvil último modelo con bidones de nafta. Se dirigían riendo hacía un hombre que dormía en un cajero automático. Cuando los vio, Diego fue hacia ellos y los eliminó inmediatamente. El hombre que dormía ni siquiera se mosqueó.

Esa noche fue testigo de muchos otros horrores. Viajó por la ciudad a una velocidad imposible. Hombres de traje, empresarios de gran poder, yendo a clubes donde se prostituían a niños; iglesias evangélicas donde se encontraban  secuestradas mujeres para ofrecerlas como víctimas en un sacrificio satánico; una fábrica donde tenían esclavizados a inmigrantes. Diego actúo, asesinó y liberó. Lo hizo sin pensarlo, tan solo movido por el horror, por el asco, por la indignación. Y sabía que podría haber cosas aún peores. En un barrio residencial vio a un grupo de jóvenes pálidos, rubios y de ojos grises, parecían elfos. Estaban devorando en medio de la calle a un muchacho morocho. Cuando los vio, los seres élficos también lo miraron y sonrieron. Fue hasta ellos y se desvanecieron en el aire dejando al joven agonizando en el suelo. Sus risas se escucharon provenientes de todas partes.

A eso de las cinco de la mañana, se dio cuenta que el sol estaba por salir. Tomó la decisión de volver a su casa. A la noche siguiente regresaría.

 

 

 

Diego sabía que había sufrido un cambio para siempre. Había dejado de ser humano pero también había conocido la verdadera inhumanidad. A la angustia se le presentaba el sentimiento de haber encontrado un sentido a su vida.

 Sería el monstruo que combatiría a los verdaderos monstruos.

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Profundizar la esclavitud

  Maximiliano Basilio Cladakis El proyecto de reforma laboral impuesto por el actual gobierno tiene como significado profundizar la esclavi...