Astrid Soledad Rosato
Irene se agarró de los tobillos, se encontraba agachada hacía un tiempo, en posición fetal. Como un huevo gigante o una piedra imperfecta. Tanto era el tiempo en que estaba en esa posición que comenzó a sentir como sus manos se fundían en su propia piel. De a poco, perdía la sensibilidad Para cualquier otra persona, era anti natural e incómodo estar más de unos minutos en ese estado: ni sentada ni parada, en posición de huevo gigante. No para ella, que tenía un objetivo claro.
La piel se volvía una manta gigante, elástica que cubría su cuerpo, empezó a olvidar lo que era caminar, saltar, incluso respirar. Sus huesos crujieron, estallando. Todo su cuerpo desnudo se transformó en una masa gelatinosa, repugnante, de grasa, pelos y dientes dispersos. Esa escena le hubiera dado mucho asco y repulsión, si ella hubiese sido la espectadora. Sin embargo hoy no había lugar para dudas o sentimientos. Había un objetivo claro, ella lo sabía. No importaba el costo. Lo último que escuchó, a lo lejos, antes de desintegrar sus pocas partes todavía humanas, fue el sonido de un tren alejándose. Había elegido el lugar con intenciones claras, debía ser ese sitio en particular y no otro.
Su cuerpo gelatinoso comenzó a transformarse en liquido, parecía pintura naranja. Derretido y sin humanidad , se deslizó hasta las vías del tren, donde en el medio, justo en el medio, se abrió un espacio. Un agujero del tamaño de una moneda, por allí se escurrió para siempre, cayendo en una oscuridad de la cual nadie debería nunca hablar. Pero, por supuesto, había un objetivo. Un claro objetivo
Antes de terminar de cerrarse el minúsculo agujero, por encima, pasó el último tren con destino a José León Suarez. Una joven se encontraba sentada con un bebe en su regazo. El infante miró confundido por la ventana.
“Que extraño sueño” pensó “Dos siglos en el infierno”. Y observó sus manos, que hasta hacía un rato eran las de un adulto encerrado en una jaula de la cual nadie nunca debería saber ni hablar.

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