miércoles, 10 de diciembre de 2025

The Red and White Party


Maximiliano Basilio Cladakis


Era la primera Red and White Party de Robert como padre. Mientras contemplaba a Hannah sosteniendo al pequeño Mickey Donald, sintió que las lágrimas le ardían detrás de los ojos. El calor era insoportable; la nieve artificial se derretía en el aire antes de tocar el suelo. Era uno de los veranos más extremos de los últimos cien años. Él odiaba el calor, pero en ese momento nada de eso parecía importar.

Ya habían terminado de cenar. Ambos esperaban, con ansiedad, que llegaran las doce. A Robert esas fechas siempre le habían resultado incómodas; algo en ellas le despertaba un malestar antiguo. Pero esta vez debía ser distinto. Ahora era padre. Y Hannah, madre. Ese deseo, tantas veces postergado, al fin se había cumplido.

Debía estar feliz. Y, en parte, lo estaba. Pero solo en parte. El nudo en el estómago volvía, más denso que otros años.

Cuando era niño, amaba estas fechas. Aunque eran otras. Él mismo era otro: Roberto, con “o” final. Su memoria se extendía sobre una estrella, sobre un establo, sobre un niño envuelto en paños. Recuerdos borrosos, como imágenes filtradas por un sueño. Y, entre ellos, aparecía su tío Alejandro.

Esas fechas estaban profundamente ligadas a él. Robert recordaba los regalos que le traía, el amor que le profesaba, las horas que pasaban jugando juntos. Alejandro no tenía hijos y lo prefería sin ocultarlo. También recordaba que, después de la medianoche, siempre surgía alguna discusión. Su tío hablaba de cosas que no podían decirse; sus padres y el resto de la familia le recriminaban que, con sus palabras y acciones, ponía en riesgo no solo su vida, sino la de todos.

Su tío desapareció. Justo el mismo año en que cambiaron el nombre y el sentido de las fiestas.

En el secundario le enseñaron que, cuando llegó la Gran Reforma, al comienzo se intentó permitir que la celebración continuara. Pero siempre alguien recordaba a ese comunista y populista que había nacido poco más de dos mil años atrás. Durante años se intentó ocultar su figura y reemplazarla por la de un anciano gordo y barbudo, pero grupos de subversivos seguían recordándolo. Incluso se prohibió el libro que narraba su vida. Junto a otros, por supuesto. Algunos de los primeros fueron El capital, Mi mensaje de la innombrable, Las venas abiertas de América Latina. Luego, prohibieron casi todos.

Silverland: así se llamaba su país ahora. Aunque ya no era un país, sino la estrella número noventa y cuatro de The Land of Free.

Sonaron las doce. Él y Hannah alzaron las copas y brindaron, cumpliendo el gesto que se esperaba de ellos.

Y entonces, en medio del ruido, sintió que algo dentro se quebraba. Las lágrimas finalmente cayeron, y no eran totalmente de alegría. Abrazó a Mickey Donald, percibió su calor tibio, casi frágil, y el nudo en el estómago se tensó hasta doler.

Tenía en sus brazos el futuro. Y, frente a lo que pensaba que iba a suceder, el pasado se hizo más presente: nombres, rostros, colores, viejos fantasmas que regresaban sin permiso y se apoderaban de su vida.

Sintió, entonces, que el tiempo, en sus tres dimensiones, los devoraría. A él, a Hannah y a su hijo. Que se perderían por siempre en una masa viscosa mientras sonarían canciones alegres y la gente festejaría una alegría sin sentido mientras sus nombres se perderían por siempre en el olvido.





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