Maximiliano Basilio Cladakis
Franco estaba
emocionado. Esta vez sería el orgullo de su mujer. La Nochebuena de ese año significaría su
reivindicación. Y no solo frente a Julieta, sino también frente a sus suegros,
frente a sus cuñados y frente a sus sobrinos políticos. Él no era un perdedor,
podría parecerlo pero no serlo. “Las acciones son las que definen a un hombre”
había leído en un texto de Jean Paul Sartre, cuando estudiaba filosofía, antes
de decidirse a dejar de perder el tiempo en estupideces y dedicarse de lleno a la
inmobiliaria de su padre.
“Acciones”, Franco
había llevado a la acción lo que ninguno de los “hombres” de su esposa se
atreverían a llevar a cabo. Ni siquiera Alejandro, el gerente de la empresa
donde ella trabajaba y con quien se acostaba al menos dos veces por semana.
Cuando llegó la
medianoche brindaron, se dieron los
regalos, se abrazaron y saludaron. Franco estaba cubierto de sudor y les dijo
con una sonrisa nerviosa que les tenía una sorpresa. Con una rapidez sobrehumana, fue hasta su automóvil y regresó casi instantáneamente. Llevaba una
caja entre sus manos.
“Les tengo una
sorpresa”.
Julieta le lanzó una mirada de fastidio y
enojo. Pensó que una vez más la dejaría en ridículo y que les daría la razón a
su madre y a su hermana cuando decían que se había casado con un pelotudo. El
resto sonrió esperando una nueva estupidez de Franco.
Abrió la caja y sacó de ahí la cabeza del niño
que solía merodear por el barrio revolviendo bolsas de basuras.
Los rostros de Julieta
y de su familia se deformaron en una mueca de horror.
Franco aguardo los
aplausos. Todos solían decir que a ese
pibe había que meterlo en cana o matarlo. Él había hecho lo segundo.
Tenía la certeza de que, ahora sí, lo considerarían un hombre de verdad.

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