Maximiliano Basilio Cladakis
El antiguo viento del Valle soplaba en la
noche del equinocio de otoño. El Valle de la Gran Victoria, como los llamaban los
elfos, era evitado en esas épocas. Se contaban historias que se remontaban a
los tiempos de la Conquista del Sur. El elfo que se aventurara a pasar la noche
ahí, no volvía a aparecer. Se decía, incluso, que era arrastrado al infierno
por las almas de los conquistados.
Ese mismo valle, pues, era llamado por
los orcos el Valle de la Gran Masacre. Cuestiones del lenguaje que revelan
historias de sangre, de muertes, de violaciones y de torturas. Ese territorio
fue el primero conquistado por los elfos en su incursión hacia el Sur
quinientos años atrás. Y ese fue el primer territorio donde los orcos fueron, o
bien, esclavizados, o bien, asesinados. Para unos, fue la primera de las
victorias que los llevarían a reinar sobre el Sur. Para los otros, significó el
comienzo de una historia de opresión jamás imaginada desde entonces.
Se trataba de un lugar prohibido, aunque
no hubiera una legislación al respecto. Era más bien, un tabú. Sin embargo,
Erwin amaba romper las reglas. Era un joven orgulloso y osado. Esa noche
no fue la excepción. “Estúpidas
supersticiones” pensaba. Odiaba esos resabios de pensamiento bárbaro que aún
subsistían en su pueblo. Casi tanto como odiaba a los orcos. Encendió un fuego
antes de que el sol se pusiera. Se recostó sobre el pasto y observó la
extensión de ese gigantesco cuenco entre montañas. Sintió un soberbio orgullo
por sus antepasados conquistadores. Aunque también algo de furia. Era un
terreno perfecto para una aldea, o para un emprendimiento militar. Sin embargo
la fuerza de las leyendas había hecho que nadie se atreviera nunca a hacerlo.
Pero él cambiaría las cosas.
“Pasaré la noche aquí. En un año haré lo
mismo. Y así, hasta que el resto comprenda que no existe nada qué temer”. Se
imaginó a sí mismo llevando a cabo la construcción de un pueblo ahí que llevaría
su nombre.
Cuando el sol se puso, comenzó a soplar
una brisa. Erwin sonrió. “Esto es lo que temen hasta los más valientes
guerreros”. Fantaseó con todas las muchachas que se le entregarían al volver a
su pueblo y haber demostrado que no había nada a lo que temer.
La brisa sopló más fuerte, apagó la
hoguera y luego desapareció.
El joven elfo decidió darse la vuelta y
dormir.
Unos murmullos lo despertaron. Ya era de
noche. Se quitó las lagañas de los ojos. No había nubes y las estrellas
iluminaban el valle. Miró a su alrededor
y no había nada. “Habrá sido un sueño”. No temía que se tratase de algún lobo
ni de ninguna otra bestia ya que los elfos eliminaron a todas las que andaban
por la zona.
Se dio la vuelta nuevamente para intentar
dormir. Sin embargo, oyó la risa de un niño orco. Odiaba esos chillidos que,
por momentos, eran agudos y, por momentos, de una gravedad gutural. Tomó la
espada y se incorporó. “¿Quien anda por ahí?”. La respuesta que recibió fue el
regreso de los murmullos.
Nuevamente lanzó un vistazo a su
alrededor. Sólo se encontró con un valle desierto. Ni siquiera había una brisa.
Sin embargo, los murmullos se
acrecentaron. Pensó que se trataba de algunos orcos que vagaban por la zona.
“Salgan de donde estén, animales
inmundos”, gritó.
Los murmullos comenzaron a volverse más
claros. Las risas de niños se multiplicaron. Comenzaron a oírse voces de
mujeres hablando sobre las próximas tormentas. También varones que charlaban
sobre caza, sobre construcción, sobre comercio.
Erwin no sintió miedo. Al menos hasta
entonces. Su corazón se había acelerado debido a la ira. Se trataría de alguna
especie de truco de los orcos para atemorizar a su raza.
Las conversaciones siguieron sonando a su
alrededor. Sin embargo, en un momento hubo un grito de alarma. A ese grito le
siguieron otros más, incontables. Eran gritos de miedo, de dolor, de un mundo
que llegaba a su final.
Entonces lo vio. Se materializó frente
él a la Gran Masacre. Lo que ocurrió en
un día, lo vio en un solo instante, desde todas las perspectivas. Los elfos
llegando con sus gigantescos carros, asesinando a los orcos a mansalva, sin
hacer distinciones entre mujeres ni hombres ni niños ni ancianos, las
violaciones, el incendio de las casas; todo eso transcurrió frente a Erwin, o
quizás sea mejor, decir que transcurrió “en” Erwin.
El elfo, entonces, sí tuvo miedo. Soltó
la espada y quiso echarse a correr. Pero no pudo hacerlo. Los habitantes
muertos de ese pueblo asesinado estaban alrededor de él. Ya no gritaban. Solo
lo miraban en silencio.
Erwin cayó al suelo de rodillas y se echó a llorar. No se atrevía a mirar a
su alrededor. Sin embargo, no sirvió de nada. Sintió como lo tocaban manos
fuertes y peludas. Se apoderaban de su cuerpo. Lo llevaban de un lado a otro.
No podía moverse a voluntad. Lo elevaban y zarandeaban hacia todos lados. No se
trataba de un viento sino de los espíritus encarnados de los orcos asesinados.
Estaba en una especie de remolino de manos, de brazos, de garras y de dientes.
Sentía como su piel se deshacía entre cientos de orcos que se lo pasaban de
unos a otros.
La tierra se abrió y allí vio a miles de
elfos ardiendo en llamas y siendo torturados por seres macabros e
indescriptibles. Los orcos lo arrojaron allí.
La tierra se cerró y los espíritus
encarnados desaparecieron.
Erwin no sería recordado como un héroe
sino como un ejemplo más que fomentaría las leyendas sobre el antiguo viento
del valle.

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